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Victor D. Hanson

Curso de primero de apaciguamiento

Todo esto sucedió muchísimo antes del eslogan "No más sangre por petróleo" y de que Al Gore pidiera perdón en Arabia Saudí a sus anfitriones wahabitas por el supuesto maltrato americano contra los árabes.

Es fácil condenar a los apaciguadores de Hitler en los años 30, como Stanley Baldwin y Neville Chamberlain en Inglaterra y Edouard Daladier en Francia, dado lo que finalmente hicieron los nazis cuando se les permitió. Pero la historia exige que no sólo reconozcamos la verdad ex post facto, sino que tratemos también de reconstruir el fundamento de algo que ahora, en retrospectiva, parece inexplicable.

El apaciguamiento en los años 30 era popular en el público europeo por varias razones, todas ellas instructivas en nuestras dudas sobre si detener a un Irán nuclear, sobre si defender el derecho de los periódicos occidentales a imprimir lo que quieran o, en general, sobre si luchar contra el islamismo radical.

Primero, Europa había sido casi destruida durante la Gran Guerra, sólo unos 20 años antes. Ningún líder responsable de la posguerra quería arriesgarse a un segundo baño de sangre continental. Lamentablemente, Hitler lo entendía demasiado bien. En el juego de la gallina diplomática, él calculó que muchos de los estadistas democráticos responsables tenían más que perder que él ya que era el enemigo más débil, además de que ya había sido vencido con anterioridad.

Los intelectuales británicos, al igual que los idealistas de la Unión Europea de hoy, escribieron libros y tratados sobre lo obsoleta que es la guerra. Los conflictos, supuestamente, los causaban voraces mercaderes de armas y buitres domésticos, no dictadores antidemocráticos que interpretaban la tolerancia como debilidad. Winston Churchill era una voz en el desierto, demonizado como belicista y como cosas peores.

Hoy, terminada una Guerra Fría que duró 50 años, Europa finalmente se ve libre del agobiante gasto militar y de la amenaza de la aniquilación global. Al igual que Osama bin Laden, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad detecta cierto hastío en gran parte de un Occidente que confía en la paz perpetua. Asume que los occidentales más sensatos harán casi lo que sea con tal de evitar un enfrentamiento militar para detener una amenaza en potencia, aunque, a diferencia de Hitler, Ahmadineyad no sólo promete liquidar a los judíos sino que revela sus métodos por adelantado buscando armas nucleares.

Algunos ingenuos conservadores en la Europa prebélica pensaron que los fascistas alemanes e italianos serían una valiosa muralla contra el comunismo y que, por tanto, podrían ser manejados políticamente con tacto. Igualmente ha sucedido por momentos con el fascismo islámico. Armar a los muyahidines en Afganistán, Pakistán o Arabia Saudí alguna vez se vio como una inspirada forma de frustrar el imperialismo comunista soviético.

En el momento de la fatwa homicida del Ayatolá Jomeini contra Salman Rushdie, comentaristas conservadores religiosos, desde Pat Buchanan al Cardenal O’Connor de Nueva York, atacaron a Rushdie en lugar de defender el derecho occidental a la libertad de expresión. Aparentemente, pensaron que semejantes amenazas islámicas a supuestos blasfemos podría tener repercusiones positivas para desalentar también los ataques anticristianos de la izquierda.

En los años 30, la doctrina del apaciguamiento le otorgó a la Liga de Naciones la responsabilidad de enfrentarse al fascismo. Tanto Francia como Inglaterra se callaron cuando Italia invadió Etiopía en 1936 y Alemania militarizó Renania. Contaban con la acción multilateral de la Liga, que emitió bastantes edictos pero envió pocas tropas.

De la misma forma, supuestamente la autoridad moral que tenemos hoy nos llevaría a referir los problemas iraquíes e iraníes a la ONU. Pero si tomamos en consideración los escándalos del programa Petróleo por alimentos y las constantes violaciones de Sadam a las resoluciones de la ONU, es poco probable que la teocracia iraní tenga mucho miedo de que el Consejo de Seguridad vaya a impedir su enriquecimiento de uranio.

Y mientras el fascismo se extendía, Francia trabajaba fortificando su frontera alemana con la Línea Maginot, los universitarios de Oxford votaban el rechazo total a "luchar por el rey o la nación bajo ninguna circunstancia" y los periódicos británicos desprestigiaban el Tratado de Versalles por castigar excesivamente a Alemania. Todo esto sucedió muchísimo antes del eslogan "No más sangre por petróleo" y de que Al Gore pidiera perdón en Arabia Saudí a sus anfitriones wahabitas por el supuesto maltrato americano contra los árabes.

Pero el déjà vu no nos concierne sólo a nosotros, sino también a nuestros enemigos. Al igual que la fantasía nazi del glorioso y venerable Volk, los islamistas se remontan a una pureza mítica, libre de la decadencia causada por el liberalismo occidental. De forma similar, se alimentan de la victimización, pero no por recientes derrotas sino por una amargura de siglos ante el auge de Occidente. Su versión de la puñalada por la espalda al estilo Tratado de Versalles es siempre por la creación de Israel.

Al igual que Hitler tramó incidentes como el incendio del Reichstag para provocar indignación, los líderes islamistas incitan la histeria de sus seguidores con un supuesto Corán en el retrete en Guantánamo y varias viñetas incendiarias, algunas de las cuales jamás fueron siquiera publicadas por los periódicos daneses.

El antisemitismo, por supuesto, es la leche materna de la que se nutre el fascismo. Es siempre, dicen ellos, un pequeño grupo de judíos –sean misteriosos consejeros de Gabinete y banqueros internacionales de los años 30 o los neoconservadores manipuladores y los líderes israelíes de la actualidad– quienes arman todo el problema ellos solos.

La razón para hacer la comparación no es sugerir simplemente que la historia se repite sino aprender por qué hay gente inteligente que se autoengaña al apoyar políticas ingenuas. Después de la eliminación de los talibanes y de Sadam Hussein, la furiosa respuesta del mundo islamista fue censurar los periódicos occidentales junto con los acelerados esfuerzos de Irán para conseguir la bomba nuclear.

En respuesta, o bien Occidente sigue resistiendo a las habituales amenazas post 11-S o si no veremos que las exigencias de los matones sólo van en aumento mientras nuestra propia resistencia se debilita. Al igual que el apaciguamiento de los años 30, optar por la alternativa más fácil solamente nos garantizará una alternativa posterior mucho más costosa.

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