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Victor D. Hanson

En guerra con nosotros mismos

Después del furor sobre las viñetas danesas, los disturbios franceses y la perfidia nuclear iraní, el mundo entero se ha vuelto en contra del Islam radical y los terroristas sienten vivamente la creciente ola de oposición en el frente iraquí.

Volaron la cúpula dorada de la mezquita Askariya en Samarra. Hubo disturbios entre sectas, sobrevinieron venganzas y muertes. Matones y criminales salieron de sus ratoneras para fomentar mayor violencia. Pero en vez del apocalipsis de una consiguiente guerra civil , se impuso un toque de queda. Las fuerzas de seguridad iraquíes intervinieron con moderado éxito. Conmocionados líderes sunníes y chiíes aparecieron en televisión para exhortar a la moderación y allí se vislumbró, por lo menos, una semblanza de reconciliación que puede pronto presagiar un gobierno viable de coalición.

Pero aquí en casa, en Estados Unidos, se podría haber pensado que había dinamitado la mismísima cúpula de nuestro Capitolio. En realidad, son los americanos, más que los iraquíes, los que necesitan esos llamados a la calma para rebajar nuestro propio frenesí. Casi antes que los cascotes dorados de la mezquita golpearan al pavimento, los expertos daban la guerra por perdida, con manidas metáforas como la de "dar la puntilla" y "la gota que colmó el vaso" que se repetían despreocupadamente. La largamente anticipada guerra civil entre chiíes y sunníes –nos aseguraron– no sólo era inminente, sino que ya estaba entre nosotros. Y entonces, la gran guerra civil como que se desinfló; nuestro propio frenesí remitió y ahora, exhaustos, esperamos por la nueva receta de mal agüero de la próxima semana, que parece ser la superpublicitada historia de los árabes en nuestros puertos. El que las fuerzas de seguridad iraquíes sean cada vez más numerosas y mejores; el que hayamos sido testigos de tres elecciones exitosas y el que cientos de valientes soldados americanos hayan muerto para llevarnos a estar a punto de ver emerger un gobierno iraquí, eso se olvidó en el ciclo de noticias diario.

Pocos observadores sugirieron que el atentado de una mezquita sagrada en Samarra por musulmanes radicales puede ser una señal de desesperación de los terroristas, asesinos que no han podido y que no pueden derrotar a las fuerzas militares de Estados Unidos. Después del furor sobre las viñetas danesas, los disturbios franceses y la perfidia nuclear iraní, el mundo entero se ha vuelto en contra del Islam radical y los terroristas sienten vivamente la creciente ola de oposición en el frente iraquí.

Es cierto que el triángulo sunní, a diferencia del sur de Irak y Kurdistán, es a menudo inhóspito para las fuerzas de reconstrucción, pero difícilmente es territorio ganado por los yihadistas y las milicias, como se dice. Hay una inquietante monotonía en nuestra acritud doméstica que se desvela según vamos recordando todos los eslabones que hacen esta cadena de histeria americana, desde el alboroto sobre el traje de vuelo de George Bush hasta los supuestos coranes en el retrete en la bahía de Guantánamo. Mientras nos sermonean con que el saqueo, Abu Ghraib, el embalsamamiento de Uday y Qusay, el humillante examen bucal de Sadam, Humvees (los sucesores del Jeep) sin blindaje, inadecuados chalecos antibalas o la última catástrofe nos han robado la victoria, las imperturbables fuerzas militares americanas siguen haciendo lo que mejor saben hacer: derrotar terroristas y entrenar a las fuerzas iraquíes para que sirvan a un gobierno democrático. Ellos permanecen con la atención fija en esta larga guerra mientras nuestros expertos preparan la siguiente controversia.

Las críticas a posteriori de lo sucedido en 2003 aún nos obsesionan: deberíamos haber tenido mejores datos de inteligencia; deberíamos haber mantenido intactas las fuerzas militares iraquíes; estaríamos mejor si hubiésemos desplegado más tropas. Si nuestros antepasados hubiesen adoptado una mentalidad de guerra tan suicida y reaccionaria, los americanos aún estarían destrozándose mutuamente por lo de Valley Forge años después, en la víspera de Yorktown o habrían luchado nuevamente por Pearl Harbor aunque estuviesen en camino a todo vapor hacia Okinawa.

Hay un elemento aún más inquietante en estos juicios de opinión egocéntricos y en permanente transformación sobre el síndrome de "mi guerra perfecta pero tu desastrosa paz". Los conservadores que insistían al principio con que necesitábamos más tropas son a menudo los mismos que ahora critican que se ha gastado demasiado dinero en Irak. Los progres que coreaban "No más sangre por petróleo" se lamentan de que hemos provocado la subida del precio mundial del petróleo. Los progres que nos acusan de imperialistas también nos acusan por ser ingenuamente idealistas por pensar que la democracia podía echar raíces en el Irak post-baasista y por dar ayuda de semejante magnitud, no vista desde los tiempos del Plan Marshall. Para muchos, Irak ya no es una guerra cuyo pronóstico pueda ser juzgado empíricamente. Más bien se ha metamorfoseado en un poderoso símbolo que aparentemente debe usarse para sostener profundas pero preconcebidas creencias: los engaños de Bush, la locura conspiratoria de los neocons, el castigo merecido para el imperio americano o la avaricia de un Estados Unidos sediento de petróleo.

Si bien hay muchos decididos a ver la guerra de Irak como algo perdido y sin planificar, los 130,000 soldados que están aún allí difícilmente lo ven así. Ellos explican a los visitantes que siempre han tenido un plan: derrotar a los terroristas islámicos, entrenar unas fuerzas militares iraquíes competentes y proveer del tiempo necesario para que el gobierno democrático de Irak haga acopio del apoyo del pueblo y se lo quite a los islamistas.

Mientras nos acusamos mutuamente, los soldados ponen de relieve sus logros: gracias a que ellos luchan contra los yihadistas allí, no ha habido otro 11-S aquí; porque Sadam ya no está, la reforma no sólo se confina a Irak sino que está tomando cuerpo en Líbano, Egipto y el Golfo. Escuchamos que el ejército está casi en ruinas después de dos guerras y de quedarse para ayudar a nacer a dos democracias; los soldados sienten que son más experimentados y letales, y que están a punto de lograr casi lo imposible: ofrecerle a un pueblo aterrorizado por la pesadilla de la opresión algo más que una falsa opción entre dictadura o teocracia, logrando al tiempo que Estados Unidos sea más seguro gracias a su esfuerzo.

El secretario de Defensa, al igual que los oficiales en Irak, no acogieron la guerra con agrado pero sentían que había que librarla y que se ganaría. Los soldados y planificadores civiles expresan su confianza en que finalmente será un éxito, pero conscientes que a menudo sólo hay alternativas cada vez más difíciles después del 11-S. Si ponemos demasiadas tropas en Irak y Afganistán, nos ganaremos el premio al imperialismo o crearemos una gravosa huella que sea difícil de borrar o generamos una dependencia entre los que deseamos que tengan confianza en sí mismos. Y sin embargo, si ponemos muy pocas tropas, la inestabilidad se abrirá paso en Kabul y Bagdad mientras que los islamistas le perderán el miedo al poder americano y se ensañarán con los desvalidos que buscamos defender.

En resumen, después de hablar con nuestros soldados en Irak y con nuestros planificadores en Washington, lo que me parece más inexplicable es la guerra sobre la guerra, no la aparente ausencia de un plan sino que cuanto más ganamos en el terreno mismo, más perdemos en casa.

Este artículo fue publicado por el Wall Street Journal.

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