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Decirle la verdad al poder

La prensa sigue con su sutil distinción entre las filtraciones buenas, las que sirven para hostigar a la administración aunque sea a costa de la seguridad nacional, y las malas, en las que se incluye todo aquello que permita al gobierno defenderse.

O más bien escupírsela es lo que se lleva en la izquierda americana, aunque de verdad tenga poco y se le eche una zancadilla a la vital empresa de la lucha contra el terror. Con ese pretexto lo que está sucediendo con las filtraciones sobre temas de seguridad nacional y su explotación por los demócratas y la prensa afín alcanza cotas importantes de deslealtad y sectarismo, llevando a esos grandes medios de comunicación a incurrir en flagrantes contradicciones.

Cuando un periodista conservador desencadenó el caso Plame revelando la inocua identidad CIA de esta señora, en el contexto de un caso de favoritismo en beneficio de su marido, enviado por la Agencia a una misión para la que no estaba cualificado y de la que volvió proclamando falsedades anti-Bush a los cuatro vientos, los editorialistas del New York Times, Washington Post y otros muchos de la misma cuerda se pusieron estupendos y pidieron que rodaran cabezas por tan imperdonable crimen. El Ministerio de Justicia accedió al discutido y peculiarmente americano sistema, con tufo de venganza por el impeachment de Clinton, de nombrar un fiscal especial.

Este caballero ha incrementado las dudas sobre el procedimiento al resultar un vehículo de gran tonelaje sin dirección ni frenos que ha puesto a orgullosos periodistas de esos santificados medios en la incómoda disyuntiva de revelar sus fuentes o ir a la cárcel. Antes o después todos han roto con sus principios y se han doblegado ante la implacable máquina de la ley. No era eso de lo que se trataba cuando sus patronos denunciaron la supuesta filtración original.

Mientras tanto el temible fiscal no ha encontrado ni sombra del delito para cuya investigación fue designado, pero no ha dejado de causar importantes estragos en la Casa Blanca, donde reside la autoridad que puede desclasificar toda la información que le parezca conveniente.

Pero la prensa sigue con su sutil distinción entre las filtraciones buenas, las que sirven para hostigar a la administración republicana aunque sea a costa de la seguridad nacional, y las malas, en las que se incluye todo aquello que permita al gobierno defenderse de acusaciones falaces, por muy legales que sean los procedimientos seguidos.

El asunto transciende a los medios y, en una muestra de sectarismo ideológico envuelto en la discriminatoria capa de "decirla la verdad al poder", los jurados de los premios Pulitzer, como antes el de los Oscars, se dedican a recompensar las filtraciones que van a la caza de Bush. Los beneficiarios conminan a la justicia a que se olvide de sus editoriales anteriores y aplique un doble rasero. Por un lado, seguir hurgando en el inexistente caso Plame en contra de los inquilinos de la Casa Blanca. Por el otro, conferir honor y gloria a la periodista que propagó la filtración de que la CIA utilizaba territorio europeo para interrogar a terroristas y a los reporteros que hicieron público que la inteligencia americana realizaba escuchas en Estados Unidos a sospechosos de implicaciones con terroristas, sin mandamiento de jueces, aunque se hiciera con perfecta cobertura legal de excepción, arruinando en ambos casos operaciones vitales en la guerra contra el terror.

Mientras tanto, el cinismo europeo se pone al servicio del sentido común y el zar antiterrorista de la Unión proclama que de cárceles clandestinas de la CIA por estos pagos, nada. Al fin y al cabo todas las democracias europeas están endureciendo sus legislaciones para hacerlas más efectivas en la lucha contra el gran peligro de nuestro tiempo.

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