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GEES

Una invitación para la incongruencia

Los defensores del control de armamentos han traicionado, una vez más, sus supuestas convicciones y están listos para la claudicación ante los ayatolás.

Amir Taheri, el excelente periodista iraní exilado en Europa, se lamenta desde la página de opinión del Wall Street Journal del penoso espectáculo que están dando tanto la diplomacia como la inteligencia del Viejo Continente, con el siempre previsible apoyo de la izquierda norteamericana, tratando de convertir al presidente Bush en el núcleo del "problema" de la cuestión iraní. La clave ya no está en que Irán haya violado el Tratado de No Proliferación Nuclear, al esconder su programa atómico; ni en que se niegue a permitir el conjunto de inspecciones que la Agencia Internacional para la Energía Atómica demanda; ni en la crisis fatal que está provocando al régimen de no-proliferación. Resulta que la culpa la tiene Bush por no querer negociar directamente con los iraníes.

Taheri no debería sorprenderse. La cobardía, la incoherencia y el apaciguamiento están intrínsecamente unidas a la Europa del siglo XX, tanto como el totalitarismo. No son más que expresiones de un proceso de decadencia que viene de muy atrás. Lo llamativo es la naturalidad con que se hacen estas afirmaciones, como si no resultara evidente la contradicción en que caen sus autores.

En los años de la Guerra Fría una de las banderas de la izquierda, a ambos lados del Atlántico, fue la política de control de armamentos. Una demanda característica del liberalismo del período de entreguerras, que singularizó el trabajo de la fallida Sociedad de Naciones. Creían que si conseguían reducir y equilibrar los arsenales se podría evitar el estallido de la guerra. La idea tenía sentido, siempre que se fuera congruente y se sancionara de forma contundente a quien incumpliera los acuerdos. La Sociedad fracasó porque los estados miembros se negaron a actuar cuando se produjeron violaciones de muy distinto signo. Creyeron poder apaciguar a los nuevos regímenes totalitarios cuando sólo representaban el viejo papel de aprendiz de brujo. Cuanto más cedían más animan al enemigo a seguir adelante.

En los setenta y ochenta la izquierda recuperó el mantra del control de armamentos, como el remedio universal de nuestros problemas de seguridad. Kissinger tuvo que sufrir la inquina del joven representante Rumsfeld por tratar de establecer acuerdos con la Unión Soviética. Para los conservadores este tipo de tratado exige de unos severos mecanismos de inspección, pues la fe en la otra parte brilla por su ausencia. Con Moscú costó encontrar un lenguaje común y un sistema fiable de verificación, pero el interés de las partes lo hizo posible. La lógica de la guerra nuclear a gran escala hacía inviable la victoria, lo que abocaba a un cierto entendimiento.

Tras la desaparición de la Unión Soviética, Corea del Norte violó el Tratado de No Proliferación Nuclear y la comunidad internacional se movilizó para impedir que se tomaran medidas graves en su contra. Ya entonces, el problema era Estados Unidos, no el régimen despótico y asesino de PyongYang. Afortunadamente el "buen sentido" de Clinton hizo posible un Acuerdo Marco que permitía a los norcoreanos seguir adelante con su programa hasta conseguir, por fin, el ingenio nuclear. Ahora, con Irán, pasa lo mismo. Los defensores del régimen de control de armamentos cuando llega el momento de la verdad, cuando se encuentran frente a una violación, tienden instintivamente a la pacificación, haciendo oídos sordos a las lecciones supuestamente aprendidas de episodios históricos pasados.

Cuando los estados no son fiables y ante una amenaza a la seguridad nacional sólo cabe el ejercicio de la disuasión o la acción militar. La disuasión exige una racionalidad compartida, como fue el caso de la relación entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo, este delicado mecanismo resulta inútil en numerosas ocasiones. No debemos olvidar que el poder no sólo corrompe, como nos recordaba el historiador británico Lord Acton, también enloquece y de qué manera. Por citar algunos casos recientes, Milosevic no se creyó la disposición norteamericana a invadir Kosovo, hasta que los rusos le aseguraron que iban en serio; Sadam pensó que Bush iba de farol y, cuando las tropas ya estaban dentro de las fronteras de Irak, dio por sentado que no llegarían a Bagdad.

Hay quien llega al poder ya perturbado, bien por efectos de los sofisticados mecanismos bioquímicos que se producen en nuestro cerebro, bien por el fanatismo. La carta que el presidente iraní acaba de enviar a su homólogo norteamericano, de lectura muy recomendable, es una muestra de hasta qué punto resultará difícil establecer algún tipo de entendimiento con un dirigente tan insensato.

La disuasión está fallando en la gestión de la actual crisis de Irán por varias razones. En Teherán son conscientes, además de responsables, de los problemas que Estados Unidos está encontrando en la reconstrucción de Irak y saben que en esas circunstancias Bush carece tanto de soldados como de apoyo político suficiente para invadir su país y forzar un cambio de régimen. Un ataque selectivo sólo frenaría el programa nuclear, pero les proporcionaría una inyección de espíritu nacionalista y una generalizada reacción de simpatía en el conjunto del Islam. El espectáculo europeo de crítica y distanciamiento de Estados Unidos, sumado al de la izquierda norteamericana y al general de los medios de comunicación, da alas al sector más radical.

Los defensores del control de armamentos han traicionado, una vez más, sus supuestas convicciones y están listos para la claudicación ante los ayatolás. Tan responsables son unos como otros del fracaso del régimen de no proliferación. Una nueva época emerge y no llega con los mejores augurios.

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