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Armando Añel

Piedra de toque

Como ya pasara con la agonizante –y finalmente resurrecta– Comisión, en el marco de unas Naciones Unidas infectadas de regímenes autoritarios, el nuevo organismo sigue haciéndose el sueco frente a las violaciones de los derechos humanos.

Ya lo había predicho Washington por boca de su embajador ante Naciones Unidas, John Bolton, cuando se negó a respaldar la propuesta del sueco Jan Eliasson, cristalizada en el actual Consejo de Derechos Humanos de la ONU. La argumentación norteamericana parecía, y continúa pareciendo, razonable: si de lo que se trata es de denunciar, combatir o sancionar las violaciones de los derechos humanos a escala global, lo primero a tener en cuenta es la fiabilidad y/o factibilidad del organismo encargado de ello. Concretamente, el nuevo Consejo debió desvincularse minuciosamente de la desprestigiada Comisión de Derechos Humanos que le precedió; la reciente inclusión de Cuba lo demuestra con creces.

Con el castrismo apoltronado en el Consejo de Derechos Humanos, este último refrenda su condición de réplica maquillada de su predecesora –la antigua Comisión–, víctima de dos señas de identidad complementarias: su connivencia con gobiernos represivos y su clamorosa incapacidad para sancionar a los mismos. Al permitir que sus miembros sean elegidos por una mayoría simple de la Asamblea General, el organismo vuelve a arropar a regímenes delincuentes, dado que es público y notorio el relativismo, la insensibilidad e incluso el desprecio por los derechos individuales que caracterizan a la mayoría de los gobiernos integrantes de Naciones Unidas.

En su momento, Estados Unidos había exigido que los miembros del recién creado organismo demostraran un compromiso firme con la protección y promoción de los derechos humanos, que los candidatos a conformarlo resultaran elegidos por las dos terceras partes de la Asamblea General y que cualquier gobierno bajo sanciones del Consejo de Seguridad por violaciones o terrorismo fuera excluido categóricamente. Asimismo, según la visión estadounidense, el Consejo en funciones debió poder celebrar reuniones periódicamente y tener capacidad de convocar sesiones adicionales cuando se requiriera.

Como ya pasara con la agonizante –y finalmente resurrecta– Comisión, en el marco de unas Naciones Unidas infectadas de regímenes autoritarios, el nuevo organismo dilata las prestaciones de su predecesora, esto es, sigue haciéndose el sueco frente al siempre espinoso asunto de las violaciones de los derechos humanos. La inclusión del régimen castrista constituye su piedra de toque primigenia, y el episodio se ha saldado con el más escandaloso descrédito. De cara, sobre todo, a los estados de derecho y a los espíritus más humanos, que a fin de cuentas son los que cuentan. No es la primera vez, ni será la última, que la ONU tropieza con la misma piedra.

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