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La culpa la tiene Bush

Los críticos tienen razón cuando alertan sobre las graves consecuencias que una acción militar podría tener, pero olvidan reconocer que mucho peores serán los efectos de un Irán convertido en potencia nuclear.

El runrún no cesa. Desde Europa y desde la izquierda en Estados Unidos se repite sin cesar que Estados Unidos tiene que poner fin a su política de distanciamiento y entrar de lleno en la negociación con Irán para impedir el desarrollo de su programa nuclear. Era previsible que llegáramos a este punto, es previsible que el Departamento de Estado esté apoyando ya este giro y seguimos a la espera de conocer cuál será la posición final del presidente.

Estados Unidos no está negociando con Irán porque están convencidos de que no se puede alcanzar ningún acuerdo. Creen saber que el régimen de los ayatolás está decidido a llegar hasta el final, que no están dispuestos a tirar por tierra veinte años de investigaciones secretas, que están seguros de que necesitan el arma nuclear para poder obtener sus objetivos estratégicos y, sobre todo, que las circunstancias internacionales juegan a su favor. Los ayatolás saben que el Consejo de Seguridad no va a aprobar ninguna sanción importante contra ellos y están al corriente del debate en Israel y Estados Unidos sobre los costes de una acción militar.

Los europeos lanzaron una iniciativa diplomática no porque creyeran en ella, sino como un instrumento para detener un ataque militar norteamericano que consideraban inminente. Desde Washington se "dejó hacer", a sabiendas de que nada saldría de aquellas conversaciones más allá de la pública manifestación de la debilidad europea, de su tendencia natural a la "pacificación" y de su desprestigio internacional.

Los europeos ya no tienen más camino que recorrer. Además, han constatado que rusos y chinos están con Irán, hasta el punto de que Putin les está vendiendo baterías de misiles tierra-aire para defenderse mejor de posibles incursiones. No es previsible que reconozcan su error de cálculo. Más aún, nos están vendiendo su huída hacia adelante como un esfuerzo por la paz, queriendo ignorar su propia experiencia en los años treinta, cuando las cesiones de Chamberlain no hicieron más que animar a Hitler.

La presión para que Estados Unidos entre en el proceso diplomático responde a dos objetivos, ninguno de los cuales tiene que ver con Irán directamente. Los que demandan este cambio ya han asumido que Irán llegará a disponer de armamento nuclear y que el régimen de no proliferación está muerto.

En primer lugar, se trata de mantener la vía diplomática abierta. Recordemos que para los nuevos y posmodernos europeos la diplomacia no es un medio sino un fin. La paz es un valor absoluto, cuya consecución justifica la rendición preventiva. El tiempo juega a favor de Irán, pero eso no es un problema. Las posibles reacciones de Israel y de Estados Unidos sí son auténticos problemas.

En segundo lugar, maniatar a Estados Unidos, impidiendo que abandone la vía diplomática, que opte por el uso de la fuerza, o que permita a Israel hacerlo. La experiencia coreana es ilustrativa. Con Clinton se pudo haber evitado la nuclearización, pero los demócratas aceptaron las promesas del gobierno comunista y firmaron un Tratado Marco que no contenía suficientes garantías de inspección. Cuando se descubrió el incumplimiento ya era tarde y hoy la diplomacia norteamericana se encuentra enfangada en unas negociaciones que no van a ninguna parte, y en las que Corea del Norte cuenta con más apoyos que Estados Unidos.

Los críticos tienen razón cuando alertan sobre las graves consecuencias que una acción militar podría tener, pero olvidan reconocer que mucho peores serán los efectos de un Irán convertido en potencia nuclear.

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