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Cristina Losada

Y la risa se hizo rosa

En España se da el caso de que una parte del mundo escénico –y una que se presenta como el todo mientras el resto mantiene silencio– vive fascinada por quienes aquí han seguido con mayor fidelidad la estela de las "camisas pardas".

Hace unos días, en la Audiencia Nacional, Josefina Saavedra, viuda del guardia civil Ricardo Couso Ríos, declaraba en el juicio contra uno de los etarras que asesinó a su marido en 1991. En el banquillo se sentaba Juan Carlos Iglesias Chouza, alias Gadafi. Hasta ahora, era un criminal con múltiples asesinatos en su haber. Desde que Zapatero ha hecho las paces con la banda terrorista, es uno de los individuos a los que el gobierno desea arreglarle un futuro confortable. Declaraba Josefina y declaraba su hijo, que fue testigo, con nueve años de edad, de cómo le descerrajaban varios tiros a su padre. Mientras ambos ofrecían su testimonio, la abogada del asesino se estremecía. Y no de vergüenza. No eran los colores los que le iban y le venían, sino las carcajadas. Se descoyuntaba de risa.

A los cinco días, la risa se transfiguraba en rosa. La rosa que le entregaba Pilar Bardem, en la gala de la Unión de Actores, a una abogada de la misma especie. De esa especie que se ríe a mandíbula batiente del dolor de las víctimas de sus defendidos. Que se desternilla ante el sufrimiento de las viudas, los hijos, los padres, los hermanos, los tíos y los abuelos de aquellos que fueron asesinados por sus clientes y correligionarios. Que se carcajea del horror que esa maldad despierta en todos los que no padecen su enfermedad moral. Y resulta que esa risa patológica, que tanto se parece a la que sacudía a algunos esbirros de los nazis en el momento de asesinar a sangre fría, se hizo aquí rosa blanca por obra de las artes escénicas. ¡Una rosa para la risa! Una flor para los que tienen por costumbre burlarse de las víctimas de ETA y de la justicia, aunque sólo muestran, al abrir la boca, las entrañas de su vileza, su inhumanidad y su fanatismo.

La Unión de Actores había prometido una "gala subversiva". Había pedido 325 millones de pesetas para hacerla, y al recibir sólo 450 euros, anunció lo antedicho. El dilema de ese sindicato, que hubiera hecho las delicias de Bulgakov, era éste: o subvención o subversión. Dilema o chantaje, y la subversión bien entendida, esto es, nunca contra un gobierno de su cuerda, aunque no les entregue todo el dinero del contribuyente que exigen sus saraos y sus números rojos. Pero confundieron los términos los sindicados. Su gala no fue de subversión sino de sumisión. Pues lo que premiaron y aplaudieron fue el sometimiento al terror.

Sebastián Haffner señala la tendencia hacia lo teatral de Hitler como uno de los ingredientes del ponzoñoso elixir con el que robaría el alma a muchos alemanes. En España se da el caso de que una parte del mundo escénico –y una que se presenta como el todo mientras el resto mantiene silencio– vive fascinada por quienes aquí han seguido con mayor fidelidad la estela de las "camisas pardas". El hechizo que ejerce el terrorismo practicado bajo banderas ideológicas con las que simpatizan en esos predios no es novedoso. Durante un tiempo, se mantuvo soterrado. Pero al son del desistimiento que toca la cúpula socialista y gobernante, ha emergido con fanfarria a la superficie. Bajo la sombrilla de la paz que ha abierto ZP, pueden exaltar ahora, sin tapujos, a los que nunca dejaron de admirar. Un premio para la abogada de Otegi es para Otegi, y es para ETA.

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