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Pablo Molina

La España Plural progresa adecuadamente

si el éxito de toda aventura colectiva reside en la unidad, es difícil que un equipo basado en la diferencia alcance alguna meta destacable, aún en un mundo tan absurdo como el fútbol

Yo también soy de los que piensan que la Selección Española puede hacer algo grande en este Mundial, sencillamente porque no está siendo retransmitido por Televisión Española. Al principio podía pensarse que nuestra desgracia futbolística era consecuencia del influjo maléfico de los dos gafes más grandes del panorama televisivo: José Angel de la Casa (blanca) y sobre todo Míchel. Sin embargo, hay suficientes evidencias para suponer que el mal fario hacia nuestro deporte no procede de los comentaristas, sino que tiene un carácter institucional.
 
Pensemos en el Campeonato Mundial de Fórmula 1. Mientras lo estuvo retransmitiendo la televisión pública no hubo ningún piloto español que hiciera nada destacable, más allá de la temporada en que Marc Gené y Pero Martínez de la Rosa compitieron por ver quien de los dos acababa una puñetera carrera, con los cacharros tuneaos que les prestaban las escuderías más menesterosas. Fue hacerse una televisión privada con los derechos de retransmisión y empezar Fernando Alonso a ganar carreras y a pulverizar plusmarcas para desesperación de Schumacher (por cierto, “Zapatero” en alemán). Con este Mundial puede pasar lo mismo.
 
Don José Blanco, a cuya perspicacia no escapan ni siquiera los misterios del balompié, ha declarado que el cuatro a cero recetado a los ucranianos en el primer partido es una muestra de la triunfante España “plural”. La afirmación es arriesgada, pues si el éxito de toda aventura colectiva reside en la unidad, es difícil que un equipo basado en la diferencia alcance alguna meta destacable, aún en un mundo tan absurdo como el fútbol. Eso sin contar con que en cuartos de final nos enfrentaremos seguramente a Brasil, cuyas principales figuras, conscientes del reto que se les avecina, pulen sin cesar sus habilidades con entrenamientos intensivos en los reservados de las boîtes más afamadas de Francfort. Si la selección española de fútbol se dirigiera como la España plural de ZP, habría dos o tres delanteros que jugarían con botas de oro rodeados de asistentes, mientras los defensas (en su mayoría andaluces y extremeños) se afanarían en mantener el resultado chutando al balón con alpargatas. Mala estrategia para ganar un campeonato mundial, Pepiño.
 
Pero lo peor –aparte de la presencia de Lissavetzky en el palco, lagarto, lagarto– va a ser cuando lleguemos a la final y, a la hora de interpretar los himnos nacionales, Zapatero, cuya patria es la libertad, ordene sustituir la Marcha Real por aquella canción-ladrillo de Jarcha. En ese momento, muchos no sabremos si ponernos de pie o encender el mechero.

En España

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