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Lo peor de Londres

Lo peor de Londres ha sido descubrir, como ha dicho recientemente el líder de la oposición, el señor Cameron, que las leyes británicas no sólo no defienden a los ciudadanos de la Corona, sino que facilitan la actividad destructiva de sus enemigos.

Hace ahora justo un año, cuatro suicidas islamistas asesinaban a medio centenar de pasajeros de la red urbana de Londres y dejaban más de 700 heridos. El atentado supuso un auténtico shock. En parte porque seguía la estela del 11-S y del 11-M, pero sobre todo porque los autores materiales eran jóvenes nacidos o nacionalizados británicos, bien integrados en la sociedad y en la comunidad musulmana. Su agradecimiento hacia su país consistía en volarse asesinando a inocentes.

Pero lo peor de Londres no fue el horror de aquella mañana de julio. El ataque puso al descubierto que Inglaterra, con su permisividad hacia los radicales y extremistas, bien amparados por las leyes de asilo, se había convertido en un campo de generación de ideas islamistas y de terroristas materiales. El ataque puso de relieve cuán de equivocado estaba el establishment policial y de inteligencia al pensar que los islamistas nunca atentarían en suelo británico.

En segundo lugar, lo peor de Londres también se puso de relieve en las semanas que siguieron a la masacre. La policía y el servicio secreto dieron con activistas islámicos –entre otras cosas porque eran bien conocidos–, pero acabaron topándose con la legislación vigente, entre otros el convenio europeo de derechos humanos, que impide las deportaciones o extradiciones a países donde los presos puedan ser sometidos a torturas. Los jueces, además, han aplicado el principio de inviolabilidad de los asilados y sus decisiones han permitido que muy pocos puedan ser finalmente encausados o que gente como Mohamed al-Guerbuzi, el máximo responsable de los atentados de Casablanca y con conexiones sin aclarar con el 11-M, no sea trasladado a Marruecos o a España. Lo peor de Londres ha sido descubrir, como ha dicho recientemente el líder de la oposición, el señor Cameron, que las leyes británicas no sólo no defienden a los ciudadanos de la Corona, sino que facilitan la actividad destructiva de sus enemigos.

Lo peor de Londres también se ha podido ver después en la continua obstaculización parlamentaria a la que se han sometido todas y cada una de las propuestas antiterroristas motivadas por Tony Blair. A veces por razones que nada tienen que ver con la lucha contra el terrorismo. Pero cuando la defensa frente al terror queda prisionera de las consideraciones por las que se mueve cicateramente la política doméstica, es que no se ha comprendido la verdadera naturaleza de la amenaza. Y eso es lo malo de Londres.

Por último, lo peor de Londres ha sido el desplazamiento que se ha hecho de la figura del extremista islamista y los supuestos moderados. Desde el 7-J un islamista moderado es todo aquel que no está dispuesto a matar en nombre de Alá. Y, por derivación, un moderado es aquel que está dispuesto a imponer el Islam pero que no recurre al asesinato. No importa que quiera la sharia como ley, que niegue el derecho a la libertad de expresión y culto, o que reniegue de la igualdad y la educación de las mujeres. Todo eso da igual, mientras no se inmole es un moderado. Aunque en verdad no lo sea, sea un totalitario islamo-fascista.

Lo peor de Londres, por tanto, no son los muertos ni la destrucción de hace un año, sino que se sigue sin saber cómo encarar apropiada y globalmente la amenaza del islamismo.

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