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Juan Carlos Girauta

Cuento para dormir a niños codiciosos

El delegado del Nordeste exclamaba que su aula no pertenecía al colegio. Aducía que antes de que existiera la escuela ellos ya estudiaban allí, eran felices y no tenían que codearse con nadie.

Érase una vez un colegio con diecisiete aulas. Al sonar el timbre del recreo, los niños corrían al patio entre gritos y bromas. Todos tenían mucha inventiva. Unos, los del aula Sur, jugaban a que eran árabes y buscaban cristianos con los que batallar. Otros, los del aula Noroeste, jugaban a que eran suevos, y aunque no sabían con quién se habían de pelear, ponían cara de malas pulgas y observaban con envidia a los del aula Nordeste, que se lo pasaban en grande siguiendo un antiguo ritual inventado por cursos anteriores.

El delegado del Nordeste exclamaba que su aula no pertenecía al colegio. Aducía que antes de que existiera la escuela ellos ya estudiaban allí, eran felices y no tenían que codearse con nadie. Denunciaba que con sus matrículas y mensualidades se pagaba la comida de los mediopensionistas del aula Sur y de alguna que otra aula vecina. Reclamaba un reglamento diferente que nadie debía copiar. Todo esto impresionaba mucho.

– ¡Menudo actor!
– ¡Cómo lo siente!
– ¡Hay párvulos que se creen que es verdad...!

Luego se alejaban, ya que la representación se hacía demasiado complicada y no había quien la entendiera, sobre todo cuando los iniciados empezaban con lo del “colegio plural”. Sólo algunos imitadores se quedaban a memorizar las etapas de la farsa; eran falsos suevos, falsos árabes, nuevos imitadores del aula de Levante y alumnos de la conflictiva aula Norte, de la que varios niños habían sido expulsados por actos vandálicos que, lógicamente, despertaban el interés de algunos suevos. Se decía que los expulsados estaban negociando con la Dirección su pronta readmisión.

Cada tarde, tres autodenominados “cajeros” del Nordeste enumeraban, entre vítores y aplausos, sus tesoros: las huchas de cerdito de medio colegio, las llaves del gas y del agua, los antirreglamentarios peajes de los pasillos, la distribución de las meriendas. Un “fiscal” con voz de pito acusó de pronto a uno de los “cajeros” de envenenar los cigarrillos de chocolate, provocando gran desconcierto.

Un día, jugando jugando, los codiciosos pequeñuelos resolvieron quedarse también con las bombillas del colegio. Sus compañeros de aula les apoyaban tontamente, como si fueran a beneficiarse del expolio. Entonces apareció el director. Venciendo el miedo que siempre le había inspirado ese grupo, el hombre explicó que –aunque nadie se hubiera dado cuenta– el patio se había hecho muy muy grande y lo compartían veinticinco centros. Y que las bombillas... ejem... las querían unos críos del colegio alemán.

Y al haber más niños y más juegos en el patio, todos fueron felices y comieron perdices, menos los tres “cajeros” del Nordeste, que se marcharon llorando. Pero luego se lo pensaron mejor y regresaron. A fin de cuentas se divertían mucho y, a pesar de los impertinentes teutoncillos, el juego no les iba nada mal.

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