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Serafín Fanjul

La Virgen al pilón

De ahí no se sigue agresividad ninguna contra los musulmanes y, de hecho, los participantes que ofician de moros lo hacen con tanto o más gusto que sus antagonistas, es decir se identifican amistosa y cariñosamente con sus representados.

No es un mero problema español: en otros países occidentales (con excepción de Israel y Estados Unidos) proliferan las voces de rendición, de propuestas acomodaticias, de cesiones de poca o mucha monta. Un día se manifiestan unos cientos de daneses, bien vestidos y comidos, contra la libertad de expresión en su país y aterrorizados ante la posibilidad de que unas caricaturas les estropeen la siesta, situándoles frente a una desagradable realidad que no quieren reconocer. Otro día son los vecinos holandeses de Ayaan Hirsi Ali –y la clase política, ojo– quienes exteriorizan su pánico por una proximidad tan peligrosa, bien aleccionados por el trágico fin de Theo Van Gogh, amigo de la chica. Luego, una nube de europeos (políticos, periodistas, "expertos" varios) que nada tienen que ver con la Iglesia Católica se muestran despavoridos –disfrazados de sesudos– por el famoso discurso del Papa en Ratisbona y sentencian que "como mínimo, se equivocó". Y la Ópera de Berlín, y un largo etcétera de ejemplos sangrantes de cómo las sociedades del continente se van cubriendo a sí mismas de indignidad y ludibrio.

Los terroristas musulmanes y la presión que ejercen sus complementarios "pacíficos" en la calle, en las instituciones y –nos tememos– en altísimos contactos financieros e inversores del mundo occidental, van ganando la batalla de acoquinar a unas poblaciones que viven razonablemente bien y tiemblan por el murmullo de las hojas de los árboles. Sin convicciones ni causas grandes que mantener, nadie quiere líos y menos ante un enemigo que sí sabe lo que busca y dispuesto a llegar a la ferocidad máxima en el sacrificio, el propio suicidio, si así se lo mandan los canallescos jeques que dirigen las bandas terroristas. La vertiginosidad de la información, simultánea en todos los puntos del planeta, ha multiplicado en progresión geométrica la eficacia de los nada sutiles ni subliminales mensajes de los criminales. La epidemia de terror –triunfante– que padece el mundo libre y desarrollado sigue avanzando, más impulsada por la cobardía de nuestra parte que por el valor de la contraria.

Pero España siempre es puntera: tan listos como somos, cuando ellos van, nosotros hace rato que descansamos después de la vuelta. Nos anticipamos al futuro y corremos solícitos a adivinar los deseos de los asesinos, no sea que se enojen y nos tilden de xenófobos. Si los islamistas deciden cometer un gran atentado en Francia, Alemania o Italia tres días antes de unas elecciones, aún estamos a tiempo de comprobar cuál será la reacción de la población afectada, si se rendirá como aquí, bendiciendo a sus asesinos mientras culpa al gobierno de la nación, o si conservará la conciencia de sus propios entidad y valores y votará lo que tuviera decidido. No se lo deseo a ningún país, pero en esas están y estamos. Nuestro caso, como casi siempre desde Carlos III, es más folklórico, más bullanguero y pueblerino, de política pequeña, manta y bota, ahora disfrazadas de electrónica.

Con poco aparato y menos ruido, alcaldes, concejales de cultura, diputaciones provinciales, consejeros diversos de muy variopintas regiones y ciudades, han ido bajándose nuestros pantalones, anticipándose a deseos que los moros –en no pocas ocasiones- ni siquiera han insinuado, fundamentalmente porque ignoraban que se estuvieran produciendo tan crudas injurias contra ellos y su profeta. Tan crudas y ofensivas como gritar en la granadina fiesta de La Toma el dos de enero "¡Granada por los ínclitos reyes don Fernando V el de Aragón y doña Isabel I de Castilla!". Y vinieron las cabezas de moros en el escudo de Aragón (finalmente enviado a la clandestinidad, en espera de su falseamiento), la pretensión de esconder al Matamoros en cualquier fallado de la catedral de Santiago, o el recorte, similar al de Granada, en las ceremonias conmemorativas de la Toma de Almería. Algunas de estas catetadas –por ahora– fracasaron, merced a las reacciones provocadas entre los vecinos y, a fuer de veraces, debemos añadir que con la decidida oposición de socialistas del lugar, caso de Granada, donde el anterior alcalde (un precursor de la Alianza de Civilizaciones: hará carrera en el PSOE) hubo de rectificar. En algún otro caso (el del Matamoros) nos cumple la no pequeña satisfacción de haber aportado un granito de arena, por microscópico que fuese, para detener el dislate.

Casi resulta ocioso explicar que la iconografía, las tradiciones orales, las fiestas y celebraciones son reminiscencias del pasado que responden a la lógica de sucesión de acontecimientos: si se despoja a la catedral de Santiago del Matamoros, toda la fábrica carece de sentido. Y la ciudad. Y el turismo y el comercio y hostelería que de él viven. Y, por supuesto, todo el culto jacobeo. Y si eliminar las cabezas del escudo aragonés implica desconocer que el reino se hizo en guerra continua contra los moros –con lo cual los habitantes actuales cayeron de los cielos o nacieron de las coles–, suprimir a Isabel y Fernando de la Toma de Granada significa ocultar cómo entraron la ciudad y su tierra en la modernidad, la posible en su tiempo, dentro de la miserable cadena de pruebas de oportunismo, de cobardía, de incultura que lastra nuestra vida a diario.

Otras veces he señalado que la literatura árabe, sobre todo la medieval, está plagada de insultos, amenazas y maldiciones contra los cristianos y es normal que así fuera y que así se mantenga porque corresponden a etapas históricas en que ideología y propaganda adoptaban esa vía de expresión pues otras no había. Y por tanto, esos monumentos literarios representan bien el pasado. Mutilarlos, falsearlos, endulzarlos sería un atentado contra la verdad y contra la historia que, desde luego, jamás suscribiremos. Pero cuanto vale para las tradiciones árabes también vale para las nuestras, en que hay –a diferencia de las suyas– iconografía y fiestas con representaciones humanas: allá ellos si por prejuicio religioso no han sido capaces de desarrollar estas facetas lúdicas y artísticas.

Ahora le toca el turno a las fiestas de Moros y Cristianos. En La Mancha, en Valencia, en Andalucía reflejan las larguísimas convulsiones que España sufrió durante un milenio, primero por la invasión islámica del siglo VIII y después por la indeseable vecindad de los piratas norteafricanos, eso que los cursis denominan "magrebíes". En esencia, la fiesta escenifica de modo jocoso y juerguista el triunfo inicial de los musulmanes, el posterior éxito de los cristianos con la expulsión de los enemigos y la exaltación de la Virgen o de un santo local como intercesores en el logro de la victoria sobre los contrarios, a la par que se execra la figura de Mahoma como responsable último de todo el desaguisado. No es una interpretación histórica rigurosa, claro, pero coincide con los sentimientos populares "de toda la vida".

Así ha sido durante cientos de años y en los últimos tiempos se le han ido añadiendo fantasías escenográficas y de vestuario cada vez más pomposas y acordes con los supuestos gustos de forasteros y turistas, pero básicamente el esquema se conserva intacto, dentro de un clima festivo, jaranero y divertido en el que la faceta de confrontación con el islam queda flotando como un puro recuerdo de decorado: de ahí no se sigue agresividad ninguna contra los musulmanes y, de hecho, los participantes que ofician de moros lo hacen con tanto o más gusto que sus antagonistas, es decir se identifican amistosa y cariñosamente con sus representados. Nadie tiene, pues, por qué ofenderse, a no ser que tenga muchas ganas de bronca, espoleado por una sociedad entre lela y cobarde que le está regalando todos los triunfos.

En algunos pueblos levantinos empiezan a mutilar el ceremonial de las fiestas "para no herir sensibilidades". Con la popa henchida de vientos de terror, confirman el éxito de las campañas terroristas en nombre del islam. Y si el presidente del Gobierno se rinde ante el terrorismo de la ETA, ¿por qué no van ellos a probar su listeza desvirtuando las fiestas de su pueblo, aunque eso signifique volverlas ininteligibles?

Por desconocimiento de la naturaleza del contrario descuidan un factor: las exigencias, en ese terreno y en otros, irán en aumento –sin dar nada a cambio, como de costumbre–, se tornarán cada vez más arbitrarias, irracionales y caprichosas y, so pena de verse tildados de xenófobos, islamófobos y racistas, los bienpensantes munícipes transfigurarán sus festejos hasta hacerlos irreconocibles, ajenos por completo a la tradición local (si dejan meter mano a los musulmanes en la organización, las fiestas se convertirán en un rollo infumable: garantizado). La Virgen acabará en el pilón o en el río, pero les aseguro: ni eso bastará a los de la sensibilidad herida.

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