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Alberto Acereda

A falta de ideas, vengan escándalos

Frente a su creencia de que el pueblo votante es masa, y que la masa necesita del Gran Gobierno y de sus infinitos programas "sociales" subvencionados con grandes subidas de impuestos, los conservadores confían en ganar otra vez las elecciones.

El próximo 7 de noviembre hay elecciones intermedias en EEUU. Se decidirá entonces si la ciudadanía quiere mantener a los republicanos en las dos cámaras de representantes o si prefiere quitarle la confianza para cedérsela a la oposición demócrata. La pérdida del poder en el Senado, en el Congreso, o en ambas sería vista con gran satisfacción por quienes siguen atacando a la derecha conservadora norteamericana y a su líder George W. Bush.

Se podrá estar de acuerdo o no con ciertas políticas de la Administración Bush, pero a nadie escapa que en medio de la guerra global contra el terrorismo que nos toca vivir, los ataques a la Casa Blanca y al Partido Republicano son balones de oxígeno para el antiamericanismo internacional, para las tiranías más nefastas y, por ende, para el yihadismo terrorista. Toda crítica sana es siempre positiva, pero aclarando en qué lado de la batalla ideológica está uno: si con la libertad –que personifica EEUU de manera inequívoca– o contra ella.

La necesaria oposición democrática cabe realizarla con argumentos y con ideas, con programas serios y concretos para la ciudadanía que muestren los modos en que nuevos planes o cambios en las políticas aprobadas por las cámaras de representantes puedan realmente ayudar a la ciudadanía. Nada de eso se percibe en lo que un Partido Demócrata cada vez más radicalizado a la izquierda presenta como alternativa al electorado, o sea nada. De ahí que, a falta de ideas, los Demócratas se agarren como a un clavo ardiendo a los escándalos.

El último de ellos –publicitado a bombo y platillo– es el del congresista republicano de Florida, Mark Foley, por el asunto de unos intercambios electrónicos con un joven. Lo que Foley haya hecho o no lo probará la Justicia y, de ser cierto lo que se alega, resultará inexcusable. Pero de momento, aceptemos su rápida dimisión y respetemos la presunción de inocencia. A los demócratas, tan rápida y digna dimisión del congresista no les resulta rentable porque apaga el escándalo.

A su vez, todo esto sirve de contraste ante lo que no hicieron anteriormente otros corruptos congresistas del Partido Demócrata: Gary Studds, por un asunto con un joven, Barney Frank en un caso de prostitución, William Jefferson escondiendo miles de dólares en su nevera y, por supuesto, Bill Clinton en sus casos mujeriegos con la becaria Mónica Lewinski o con Juanita Broadrick, que le acuso de violación y maltrato ante el silencio de los demócratas.

Resulta curioso observar que esta táctica del Partido Demócrata de sacar escándalos unas semanas antes de cada elección (lo que se llama ya la "sorpresa de octubre") sea una práctica común. A falta de ideas y programa electoral, en octubre del año 2000, justo antes de las presidenciales, los demócratas airearon el famoso incidente de Bush conduciendo bebido en 1976. No les resultó y Al Gore, como ya sabemos, perdió las elecciones.

En octubre de 2004 volvieron al ataque con los supuestos papeles falsificados del servicio militar de Bush –el célebre "Rathergate"–, que tampoco les funcionó y que dio con los huesos del presentador Dan Rather fuera de la cadena CBS. Entonces, también John F. Kerry perdió las elecciones. Y eso no sin antes haber alegado también una historia ficticia de un supuesto armamento desaparecido en Irak, otra vez por culpa de Bush. Ni con esas ganó tampoco el candidato demócrata.

Desde entonces, la práctica demócrata –un partido cada vez más alejado del ideario de FDR o de Harry Truman–, bajo tutela del acalorado líder de la campaña demócrata (Howard Dean) ha sido sólo una: sacar escándalos de los conservadores y perpetuar la idea de una derecha norteamericana corrupta e ineficiente: valgan los casos de Valerie Plame intentando implicar –sin éxito– a Karl Rove; el enjuiciamiento a Tom DeLay; los ataques a Donald Rumsfeld, a Condoleezza Rice y a Curt Weldon; el asunto de Jack Abramoff; el episodio de caza de Dick Cheney; las cuestionables informaciones –desmentidas ya desde la Casa Blanca– del último libro de Bob Woodward; los ataques de falsa xenofobia contra George Allen; la humillación a Jeanine Pirro... Y ahora, en otro octubre preelectoral, el escándalo Foley.

No tenemos ninguna duda de que en estos próximos días los demócratas querrán sacar más escándalos. Todos ellos –como siempre– promovidos por filtraciones de un radicalismo progre tan obsoleto como carente de verdaderas ideas para la ciudadanía. Por eso, y frente a su creencia de que el pueblo votante es masa, y que la masa necesita del Gran Gobierno y de sus infinitos programas "sociales" subvencionados con grandes subidas de impuestos, los conservadores confían en ganar otra vez las elecciones.

En la lucha antiterrorista, tras cinco años del 11-S, los republicanos argumentan que han logrado evitar todos y cada uno de los diversos intentos de ataque terrorista en su territorio. En la Justicia, el Tribunal Supremo ha sido renovado con dos nuevos y valiosos miembros. En la economía, la creación de empleo deja al paro en cotas de mínimos mientras la Bolsa alcanza ya máximos históricos. Nunca antes había habido tanta prosperidad económica en Estados Unidos, y menos aún en tiempos de guerra.

Ante estos y otros múltiples datos objetivos, es normal que los demócratas sueñen con que los votantes del Partido Republicano se queden en casa el 7 de noviembre y que se obsesionen con la publicidad informativa de escándalos que la prensa amiga promueve a bombo y platillo. El libreto demócrata es simple: desmoralizar al votante conservador con la bagatela de la corrupción y difamar, que algo queda. Al menos, eso creen ellos. El 7-N lo veremos.

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