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Fundación Heritage

Efectos secundarios coreanos

Una bomba norcoreana también alienta a otros estados canallas –y a grupos sin Estado– a seguir su ejemplo; de hecho, Kim podría ayudarlos a conseguirlo. Irán es nuestro principal problema.

Peter Brookes

Parece que el lunático líder de Corea del Norte, Kim Jong Il, hizo justamente lo que dijo que haría: llevar a cabo el primer test de armas nucleares de Pyongyang. Desgraciadamente, tenemos algo más que la palabra (sin valor alguno) de la dictadura al respecto: los datos sísmicos parecen confirmar la explosión aunque algunos sugieren que fue una treta, simplemente una gran detonación convencional, no una verdadera explosión nuclear bajo tierra.

Si realmente fue un arma nuclear, ¿cuáles serían los posibles efectos en el mundo? Las consecuencias son mortalmente serias para los intereses norteamericanos y marca un hito para la seguridad internacional, al convertirse Pyongyang en el noveno miembro del que una vez fue un exclusivo club nuclear.

Miremos el noreste de Asia. Las relaciones entre los más grandes poderes de la región –Japón, China y Corea del Sur– ya eran tensas. Los petardos atómicos de Corea del Norte seguramente no van a servir de ayuda. Japón y Corea del Sur pueden sentirse obligados a convertirse en países nucleares. El primero, con una gran industria de energía nuclear y una comunidad científica de primera podría hacerlo a la velocidad del rayo. También Corea del Sur, aunque su gobierno se comporte generalmente de forma conciliatoria con el Norte. Pero si Tokio, el histórico rival de Seúl, se convierte en potencia nuclear, podría sentirse en la obligación de hacerlo tanto por orgullo como por seguridad.

La promesa de Estados Unidos de considerar un ataque atómico sobre Japón o Corea del Sur por parte de Corea del Norte como un ataque contra Estados Unidos estaba claramente diseñado para disuadir a Kim así como para alentar a los otros a frenar sus ganas de desintegrar átomos. Pero incluso si Japón y Corea del Sur deciden en contra de la opción nuclear, podrían quizá decidirse por un aumento de armas convencionales para disuadir a Corea del Norte.

Un crecimiento armamentístico tan importante como ese afectaría la política de seguridad de otros poderes del noreste asiático. China, Taiwán e incluso Rusia podrían responder de igual forma, dando como resultado una peligrosa carrera de armas convencionales (o nucleares).

Y nos jugamos mucho para mantener la estabilidad de una región en la que tenemos 70.000 tropas entre Japón y Corea del Sur y otros 10.000 marineros en el Pacífico occidental en todo momento. (Y también muchos intereses económicos, por cierto.)

Una bomba norcoreana también alienta a otros estados canallas –y a grupos sin Estado– a seguir su ejemplo; de hecho, Kim podría ayudarlos a conseguirlo. Irán es nuestro principal problema. Pyongyang ya ha trabajado estrechamente con Teherán en misiles balísticos y asuntos nucleares en el pasado. Compartir datos científicos de la explosión norcoreana bajo tierra podría acortar el tiempo necesario para que Irán se convierta en potencia nuclear. Probablemente, Siria acabe convirtiéndose también en cliente nuclear norcoreano.

Por supuesto que el peor escenario de todos es que Al-Qaeda u otro grupo terrorista en busca de armas nucleares tocase la puerta de la indigente Corea del Norte con una carretilla repleta de dinero. Aunque transferir un arma nuclear lista para su funcionamiento sea algo extremadamente arriesgado para cualquier nación, la posibilidad no está limitada a la esfera de la literatura barata de aventuras.

Las pruebas nucleares de Corea del Norte también nos exponen a otro peligro. Pyongyang aún debe convertir su sistema en pruebas en una bomba nuclear efectiva, además de perfeccionar los misiles capaces de alcanzar Estados Unidos. Pero podría ser capaz de hacerlo en los próximos años.

En este punto, es improbable que la diplomacia, o incluso las sanciones económicas hagan que Corea del Norte retroceda: cuando de armas nucleares se trata, pocas naciones han sido desarmadas. La única respuesta práctica es la contención, la disuasión militar –apuntalada con una defensa antimisiles– y robustas alianzas regionales.

©2006 The Heritage Foundation
* Traducido por Miryam Lindberg

Peter Brookesha sido asesor del Presidente George W. Bush y actualmente es investigador especializado de la Fundación Heritage, columnista delNew York Posty Director del Centro de Estudios Asiáticos.

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