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Marcelo Birmajer

Churchill: la lección no aprendida

No debemos rendirnos. Ese es el único precepto y la única fórmula para ganar esta guerra. Si perdemos, entre otras cosas, nuestros nietos no podrán leer los discursos de Churchill.

Desde 12 de septiembre de 2001 el progresismo antidemocrático, liderado por factótums de un reconocimiento académico y mediático inversamente proporcional a su claridad de pensamiento, como Noam Chomsky y Susan Sontag, ha liderado una exitosa cruzada a favor del fundamentalismo islámico y en contra de las sociedades abiertas. Del mismo modo que tantos ingleses abjuraron de Churchill en las vísperas de la carnicería nazi y le quitaron el voto en las postrimerías de la victoria, los intelectuales del mundo occidental desencadenaron una ofensiva irracional tendiente a invertir el orden de los factores: ahora parece que fue la invasión en Irak, del 2003, lo que desató el terrorismo que demolió las Torres Gemelas, en el 2001. La irracionalidad de esta proposición no es siquiera cortejada por hechos cronológicamente ubicados que puedan sustentarla: ningún atentado posterior ha sido peor que el que mató a más de tres mil personas en unos pocos minutos, en el centro de la ciudad a la cual el mundo le debe la idea de libertad en el siglo XX.

Mientras que en el mundo occidental los intelectuales progresistas antidemocráticos anteponen la tolerancia a la vida, como si se debiera tolerar a los asesinos, a los violadores, a los ladrones; en el mundo árabe no existen contradicciones: los intelectuales piden la derrota de las democracias occidentales y la desaparición de Israel. Mientras en Occidente se reclama la Alianza de las Civilizaciones, desde el mundo árabe se amenaza con matar al Papa y se reclama sometimiento.

En este contexto, el electorado norteamericano le ha dado el hombro frío a su valiente presidente y sus lúcidos colaboradores. Son cosas que pasan en la democracia, como ya señalamos en el caso de Churchill. En el siglo XX, Churchill lo repitió varias veces, aprender la lección costó cincuenta millones de muertos. ¿Cuántos nos costará en el siglo XXI?

El voto norteamericano es una derrota y una victoria para los amantes de la libertad. Una derrota porque, una vez más, nuestros aliados anglosajones han decidido dar un paso atrás en su lucha contra los totalitarismos. Y una victoria, repetida, también, porque esta decisión la han tomado en el marco de la democracia. Mientras persista la libertad de expresión y de elección en Estados Unidos, mientras se mantenga encendida la llama de la Estatua de la Libertad, en contraste con el paño negro iraní, aún podremos continuar alentando la esperanza.

Pero la principal culpa en este retroceso no es de los norteamericanos. Los políticos europeos e ingleses (vale la diferenciación) condenaron a la soledad y al aislamiento al líder más capacitado y decidido para librar esta batalla, George W. Bush. En esta hora de zozobra, veremos si la matriz de su liderazgo soporta la prueba de Churchill, o si deberá aguardarnos una nueva carnicería para que Occidente vuelva a suplicar –como suplicaron ingleses y europeos– el mismo liderazgo que hoy desperdician. Sería de invalorable ayuda, para tomar la mejor decisión, regalar a cada uno de los líderes, de todos los escalafones, de las democracias occidentales, la recopilación que publicó La Esfera de los Libros en España, No nos rendiremos jamás, de los mejores discursos de Winston Churchill. En su fuerza inagotable, en su eco aún sonoro, en su humor y su aureloa profética, Churchill nos recuerda, desde donde quiera que esté, que la principal arma de las democracias no es el misil, sino la convicción y la perserverancia en nuestra creencia en la sacralidad de la vida y de la libertad.

No debemos rendirnos. Ese es el único precepto y la única fórmula para ganar esta guerra. Si perdemos, entre otras cosas, nuestros nietos no podrán leer los discursos de Churchill.

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