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Serafín Fanjul

Mezquitas

Si Benedicto XVI musitó una brevísima plegaria en homenaje al lugar (y de la cual no habrá continuidad alguna), nosotros debemos entregar la Catedral de Córdoba a los moros sobrevenidos en España ayer por la tarde. Negocio redondo.

Afirmar el derecho de los miembros de toda confesión religiosa a tener sus lugares de culto es una obviedad de tal calibre, que no perderemos el tiempo abundando en la idea. Sin embargo, desde hace unos años en nuestro país –y en paralelo a la irrupción masiva de musulmanes– se ha producido un goteo, ya convertido en chaparrón, de conflictos por las pretensiones de la comunidad recién llegada de plantar mezquitas en cualquier parte y de los modos más peregrinos, o de ocupar y reconvertir edificios anteriores en oratorios islámicos. Habituados como están a desconocer en sus países de origen ningún criterio de estética, urbanismo o equilibrio social (no digamos de respeto a los derechos de otras confesiones) los moros que acaban de afincarse en España, persuadidos de poder obrar de idéntica manera, intentan ocupar terrenos indebidos, soslayan normativas de seguridad y se les da una higa de los intereses y opiniones de la población autóctona. Aprovechando la atonía e indiferentismo generales, tratan de situar sus templos en lugares céntricos, muy visibles y a ser posible con edificaciones que dominen y resalten visualmente sobre el conjunto. La idea no es inocente ni nueva y forma parte de la permanente estrategia, reiterativa en el islam, de ocupación del espacio público.

Sirviéndose de omisiones o resueltas connivencias, más o menos culposas, de los ayuntamientos concernidos, van levantando sus lugares de culto por doquier, con escasa o nula preocupación por los derechos ajenos. Cuando el contradiós chirría demasiado, las corporaciones locales paralizan o corrigen el intento: el caso de la mezquita del Albaicín es paradigmático (por la transgresión de volúmenes que pretendían, así como por la destrucción de restos arqueológicos) que, por fortuna, no produjo el desaguisado que buscaban, aunque no le falte su puertecita trasera para entrada de mujeres. Pero ése es un asunto interno de los fieles de esa confesión (y las "fielas", que apostillaría la inagotable Dixie). En otros casos (Los Bermejales de Sevilla, ahora en Badalona o los terrenos de la mezquita de la M-30, donados por Tierno Galván a los paupérrimos saudíes) los municipios, es decir, sus alcaldes, ignorando los intereses de quienes les eligieron, destinan al culto islámico –a saber por qué– solares necesarios para otros menesteres. Y empieza el conflicto, si los vecinos reaccionan y no se dejan pisar. Desconozco si es una casualidad, pero en los tres casos citados más arriba los regidores son o eran socialistas, si bien no hay que perder la esperanza y, seguramente, concejos de cualquier otro partido son capaces de adoptar medidas similares.

A la primera objeción, matiz o exigencia de cumplimiento de planificación, la respuesta de los postulantes es inequívoca y sempiterna, fabricada con troquel: los derechos ajenos no existen ni se mencionan y la resistencia a batir palmas sólo constituye una prueba de islamofobia. Lo de xenofobia es más bien latiguillo propio de los hispanos cooperantes en el asunto, al intentar enfocar el problema de modo más general y con unas culpabilizaciones totalizadoras y absolutas, pero a los moros les preocupa su caso, no el de los budistas, los ortodoxos o los protestantes que, por cierto, erigen sus templos sin ayudas oficiales y sin armar jaleo. Explicar que las normativas urbanísticas, de respeto de volúmenes y espacios, tienen una lógica resulta ocioso. Para ellos todo se reduce a islamofobia, el viejo y cómodo recurso para no asumir nunca responsabilidades por nada y para no entender que en Europa deben someterse y acatar –no sólo de pico– las normativas vigentes. En una reciente y chistosa encuesta entre musulmanes, cocinada por Rubalcaba, uno de los pocos datos fiables era la consideración por casi un 80 % de los encuestados de que los españoles debíamos sufragar la construcción de sus mezquitas. Estupenda conclusión, aunque, como sugeríamos al principio: ¿quién se va a oponer a que los miembros de una comunidad religiosa compren sus terrenos en los lugares adecuados y, respetando las ordenanzas, edifiquen lo que mejor les cuadre?

También al hilo de estos conflictos y por las mismas fechas resurge el problema de la catedral-mezquita de Córdoba. Para comprender la dimensión de las provocaciones y su carácter gratuito es preciso hacer una aclaración previa: en el islam, a diferencia del cristianismo, la mezquita no es un recinto sacralizado, morada del Espíritu –la Casa de Dios, vaya– sino un mero lugar de reunión y oración. Todo espacio convenientemente acotado sirve y un oratorio (musallà) se puede improvisar en cualquier emplazamiento, como de hecho se hace, por ejemplo los viernes, en aceras y soportales de las ciudades, así pues reclamar el uso –de momento– de la otrora mezquita no tiene otro objetivo sino enredar y, caso de salirles bien la maniobra, obtener un triunfo simbólico sobre la comunidad católica de Córdoba –que yo sepa, requetemayoritaria– del cual ésta ya no se repondría en cientos de años. La Iglesia Católica debe mantenerse firme y no ceder un milímetro ante el asalto, no sólo porque detenta la propiedad del monumento desde el siglo XIII, o porque es de todo punto inviable conjugar y coordinar dos liturgias tan distintas (por aquello de la supuesta oración conjunta), o por la costumbre de los musulmanes de permanecer en las mezquitas fuera de los horarios de rezo, sino por el fortísimo impacto psicológico negativo que tendría en Andalucía la ocupación del edificio por los musulmanes: éste y no otro sería el resultado verdadero de la maniobra.

Y, como es natural en nuestro actual país, acuden en auxilio de la pretensión desde los teólogos de guardia del Grupo Prisa hasta el siempre ocurrente Llamazares, o una chiquilicuatra, concejal de IU en Córdoba, que "no ven ningún problema" en promover la entrega de una propiedad ajena, pasando por la siempre próvida TVE socialista, en cuya emisión de La 2 de 28 de diciembre de 2006 –y lo más grave, sin ser una inocentada– dedicó un reportaje a empujar la penetración islámica empleando los métodos de uso y abuso corrientes en la tele gubernamental: se toma partido dando la palabra sólo a los moros; se critican, por intolerantes, las razones del obispado a quien no se permite hablar; y, como última razón de peso, se aduce que el Papa rezó en la Mezquita Azul de Estambul, revirando el significado del gesto, de modo que un esbozo concesivo de aproximación se trueca en un intercambio abismalmente desigual y desproporcionado entre las partes. Si Benedicto XVI musitó una brevísima plegaria en homenaje al lugar (y de la cual no habrá continuidad alguna), nosotros debemos entregar la Catedral de Córdoba a los moros sobrevenidos en España ayer por la tarde. Negocio redondo.

El arriba firmante es un entusiasta de la idea de que el islam sea considerado –y en especial, sea– una religión como las demás, en derechos y obligaciones, en pie de igualdad, aceptación y simpatías, pero demasiadas veces sus adeptos nos lo ponen difícil. Y no digamos sus amigos.

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