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José García Domínguez

De jueces "progresistas" y otras hierbas

Ahora se van a cumplir justo treinta años de esa solemne deposición colectiva de la crema de la intelectualidad nacionalista. Y en ese tiempo, sus aplicados discípulos –para qué ocultarlo– nos han ganado todas las batallas.

Salvador Espriu, el más laureado poeta del nacionalismo catalán –al tiempo que amadísimo hermano del camarada José Espriu Castelló, secretario general del SEU regional, jerarca de la Falange y temible martillo de demócratas en la Barcelona de los años cuarenta– solía repetir que su misión en este valle de lágrimas era recuperar los significados de las palabras. Nuestro llorado bardo se refería, claro, a la lengua vernácula. No obstante, catalán y castellano, al cabo hijos bastardos del latín ambos, comparten el sentido de muchos términos. Por ejemplo, la voz "liquidar" denota idéntica e inquietante realidad, tanto en el DRAE como en el Pompeu Fabra. (Liquidar: Hacer el ajunte formal de una cuenta. Poner término a algo o a un estado de cosas. Desembarazarse de alguien, matándolo.)

De ahí que no hubiese lugar a equívocos en aquella respuesta unánime y entusiasta que las supremas glorias vivas de la cultura catalanista ofrecieron, en 1977, a la siguiente pregunta de la revista Taula de Canvi: "¿A los catalanes (de origen o radicación) que se expresen literariamente en lengua castellana hay que considerarlos como un fenómeno de conjunto que hay que liquidar a medida que Cataluña asuma sus propios órganos de gestión política y cultural?". Lacónico, el gran Espriu (Salvador) confesó: "Espero y deseo que sí". Por su parte, Manuel de Pedrolo necesitaría una espesa coartada de cuarenta y tres palabras para repetir lo mismo: "No hemos de discutir a nadie el derecho a escribir en la lengua que quiera, pero nadie tiene derecho a convertir una lengua forastera en un arma de destrucción de la identidad del pueblo al cual pertenece o en el cual se inserta". En cambio, más en la línea marcial y conceptista del patriarca de la lírica doméstica, Antoni Comas no se anduvo con disimulos ni mojigaterías: "Como hecho colectivo, como fenómeno de conjunto, hay que liquidarlo a medida que Cataluña recupere su autonomía". Al igual que Joaquim Molas, otro decidido partidario de la solución final para los charnegos desagradecidos: "Si las soluciones son las que deberían ser, los que utilizan la lengua castellana tenderían a desaparecer".

Ahora se van a cumplir justo treinta años de esa solemne deposición colectiva de la crema de la intelectualidad nacionalista. Y en ese tiempo, sus aplicados discípulos –para qué ocultarlo– nos han ganado todas las batallas. Así, huelga recordar que su gallardo escupitajo en nuestras caras ya luce estampado con letras de oro en el articulado del nuevo Estatut. Eso sí, nos quedaba una última trinchera donde resistir: el significado de las palabras. Y han tenido que ser precisamente "los nuestros", los idiotas de Madrid, quienes nos expulsaran de ella; quienes hubieran de explicarnos que, en castellano de Castilla, "progresista" significa Pérez Tremps, Maria Emilia Casas y los otros cinco que han de daros la puntilla final.

Durante la dictadura de los milicos, en el aeropuerto de Montevideo alguien hizo una pintada célebre que rezaba: el último que apague la luz. Pues eso.

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