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Cristina Losada

España no es cosa de fachas

Izquierda y derecha se habían venido inclinando con genuflexión variable ante una ortodoxia dominante que prescribía como inconveniente, y poco menos que ordinaria, la reivindicación de España frente a los que abominaban de ella.

Las críticas de la plana mayor del zapaterismo y de sus estrellas invitadas a la manifestación convocada por el PP, exponen el fondo de un conflicto, que no es actual, sino contemporáneo: tan largo o corto como esta democracia. Todo su esfuerzo se dirige a identificar a los que defienden la pervivencia de la nación con la extrema derecha. A que se vislumbren tras los símbolos nacionales los bigotillos y los brazos en alto del franquismo. A explotar el viejo tópico en el que se crió –nos criamos– buena parte de la izquierda bajo la dictadura y que, ya caducado, pasaría engordado por los nacionalistas a ese maletín de la señorita Pepis con el que se maquilla de emociones una progresía aburrida de sí misma: que eso de España es cosa de fachas.

Pero las reacciones de los dirigentes del PSOE no sólo alimentan una de las anomalías más estúpidas y peligrosas de las que han lastrado el sistema político, como es ésta de visualizar la nación como un residuo franquista. También revelan que ellos, los socialistas de cualquier guardia que esté de guardia, participan de la absurda idea de que España exuda, aunque no sabrían decir por qué, un tufillo reaccionario; que no está del todo bien ni es del todo presentable defenderla frente a quienes desean trocearla; que empeñarse en ello no es una actitud de "izquierdas" y, por lo tanto, no es decente, democrática y moderna. Se han explorado los complejos de la derecha, pero hete aquí uno de los mayores complejos de quienes persisten en presentarse como la izquierda y, a efectos de voto, la representan. De momento.

De momento, porque al final de la calle, quienes se encontrarán frente a frente no son las dos Españas de Machado y del tópico, otro más y por igual caduco. No son la España de izquierdas y la de derechas las que se ojean y disputan, aunque la izquierda oficial así lo haga creer para desdibujar su opción reciente: la de alinearse y aliarse con quienes llevan veintitantos años (la ETA, más) tratando de destruir la nación. Una meta que debió de parecerles muy lejana hasta que llegó un presidente para quien aquello que gobierna resulta tan discutido y discutible como la alineación del Real Madrid o el Barça. No. Lo que está en cuestión trasciende la antigua querella. Se trata de conservar el cuadro o de hacerlo pedazos. Las cesiones a ETA representan del modo más hiriente la liquidación de la nación, y por ello, no sólo levantan ampollas, sino también banderas. Pero no son las únicas señales de que ésta es la confrontación entre un proyecto civilizado y un plan retrógrado y delirante. Un plan perfecto para el nacionalismo y suicida para un PSOE que sólo ha querido ver sus ventajas y ahora se debate con los efectos imprevistos soltando bandadas de "aguiluchos" y soflamas de corte racista: por su físico los reconoceréis (a los franquistas, y eran todos el 10-M).

Izquierda y derecha se habían venido inclinando con genuflexión variable ante una ortodoxia dominante que prescribía como inconveniente, y poco menos que ordinaria, la reivindicación de España frente a los que abominaban de ella. Las minorías amedrentaban a quienes desobedecían el diktat y la mayoría achantaba, siempre tan prudente. Las manifestaciones y el movimiento cívico surgido al calor de las naves que quema ZP no habrán conseguido que el gobierno rectifique, pero han logrado algo quizás más importante: quebrar esa hegemonía ideológica y acabar con el pusilánime acatamiento de los tabúes que impedían expresar lo evidente: la voluntad de unión entre los españoles. España no es cosa de fachas sino de ciudadanos.

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