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Antonio Robles

¿La muerte de Baudrillard es real o ficción?

Frente a lo que suele ser habitual entre los pensadores progresistas, Baudrillard defiende que las grandes masas sociales no somos víctimas del simulacro sino cómplices.

Antonio Robles
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En marzo el destino se giró en contra de todos nosotros. Falleció Jean Baudrillard. Era, quizás, el último de los grandes filósofos vivos. Espíritu libre, lúcido y extremadamente radical en una serie de principios teóricos que le llevaron a una crítica, implacable y exhaustiva, del modelo de sociedad contemporánea. Probablemente fueron su libertad, su lucidez y la contundencia de sus diatribas las que le ganaron una inadaptación al mundo de los académicos y de los intelectuales que le persiguió a lo largo de toda su vida. Es paradójico que, en buena parte de los estudios acerca de la filosofía del siglo XX, no se le dedique más que una brevísima referencia, mientras que autores no mejores que él en riqueza y profundidad –como Derrida, Foucault, Lyotard, Deleuze o Kristeva– son tratados con una prolijidad que probablemente no merecen.

A diferencia de lo que suele ser habitual, Baudrillard nunca estuvo dispuesto a pagar el peaje imprescindible para ser aceptado en el selecto club de los intelectuales oficialmente reconocidos. Él eligió la independencia y apostó por el pensamiento propio. Nos ha legado algunos libros memorables, como Cultura y Simulacro (1978), Simulacros y simulación (1981) o La ilusión del fin (1993).

El gran tema de Baudrillard es el del simulacro. La característica fundamental de la modernidad es la demolición interesada de las fronteras entre representación y realidad, entre el signo y el mundo real al cual se refiere el signo. Él lo llama desrealización del mundo. En la línea de su amigo Guy Debord, Baudrillard denuncia una sociedad donde los hechos han sido sustituidos por la interpretación de los hechos. La realidad se ha convertido en "hiperrealidad". Vivimos en un gran simulacro. Políticos, intelectuales, medios de comunicación, sistemas educativos; todos están empeñados en fabricar una realidad en la que el hombre moderno está obligado a creer.

Baudrillard ilustra esta idea con aquel relato de Borges en que un emperador ordena a sus cartógrafos que dibujen un mapa de sus dominios y éstos, decididos a construir el mejor, realizan un mapa tan grande que, una vez desplegado, cubría toda la superficie del imperio, de manera que la realidad quedó oculta por la interpretación.

Nuestra fe en los cartógrafos es tan grande que ya no miramos bajo el mapa. De hecho, nos empeñamos en pensar que bajo el mapa no hay nada. Esta es la esencia del simulacro. Y, frente a lo que suele ser habitual entre los pensadores progresistas, Baudrillard defiende que las grandes masas sociales no somos víctimas del simulacro sino cómplices. Sabemos muy bien que todo esto no es más que un circo, un espectáculo, pero ya nos está bien.

Baudrillard explicita cuatro fases:

  1. La cultura como reflejo de una realidad básica.
  2. La cultura enmascara y pervierte aquella realidad básica.
  3. La cultura –aquí adquiere la condición de simulacro– señala la ausencia de una realidad básica.
  4. No se relaciona con ninguna realidad. Es su propio simulacro.

La hiperrealidad es el resultado de una modernidad que comenzó por tratar de reflejar la realidad, de explicarla y hacerla comprensible. Pronto el reflejo comenzó a distorsionar la imagen hasta el punto de pervertirla en función de los intereses de turno. Andado el tiempo, la omnipresencia de una policía de la opinión –mediática, escolar, universitaria, cultural– ha llevado a cabo la ingente tarea de la desrealización del mundo. El triunfo del simulacro. Una realidad virtual que, en ausencia de cualquier otra realidad, ha conquistado el status de autenticidad que corresponde a la única realidad.

Es la nueva Cataluña. La Cataluña real que con nuestros silencios cómplices, con nuestra comodidad acomodaticia, con nuestra cobardía, con nuestra tibieza interesada, con nuestros complejos, con nuestro quitar hierro al asunto, con nuestra mansedumbre bien retribuida o, directamente, con nuestro cinismo hemos contribuido a crear.

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