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Charles Krauthammer

Un escándalo innecesario

No es una cuestión de honradez, sino de competencia. Alberto Gonzales ha permitido que se generase un escándalo donde no había ninguno. Es todo un éxito. Teniéndolo a huevo, metió la pata.

Alberto Gonzales tiene que irse. Digo esto sin inquina ninguna –es un hombre decente y honorable– y sin la menor expectativa de que su marcha aplaque el asalto demócrata contra la Administración Bush con motivo del despido de ocho fiscales. De hecho, probablemente avivará su sed de sangre, que es por lo que el presidente podría querer conservar a Alberto Gonzales al menos mientras dure esta crisis. Eso podría ser tácticamente inteligente. Pero a su tiempo, y cuanto antes mejor, Gonzales tiene que dimitir.

No es una cuestión de honradez, sino de competencia. Alberto Gonzales ha permitido que se generase un escándalo donde no había ninguno. Es todo un éxito. Teniéndolo a huevo, metió la pata.

¿Cómo pudo permitir que sus ayudantes acudieran a la colina del Capitolio mal informados y sin prepararse, lo que provocó que prestaran un testimonio engañoso e impreciso? ¿Cómo pudo permitir Gonzales que su segundo de abordo dijera que los fiscales fueron despedidos por su mal rendimiento laboral, cuando todo lo que tenía que decir era que los fiscales sirven a voluntad del presidente y que el presidente quería reemplazarlos?

¿Y por qué tuvo que afirmar Gonzales que los despidos se hacían sin ninguna coordinación con la Casa Blanca? Es absurdo. ¿Por qué no debería estar implicada la Casa Blanca? No hay ninguna razón por lo que estar a la defensiva. ¿Acaso alguien se piensa que Janet Reno despidió a los 93 fiscales de los Estados Unidos en marzo de 1993, dándoles a todos los diez días para recoger sus cosas e irse, sin que estuviera implicada la Casa Blanca?

La Administración Bush despidió a ocho y los demócratas lanzaron la acusación de que se hizo por motivos políticos y que la política no tiene sitio en el sistema judicial. Eso es ridículo. Los fiscales son nombrados por el presidente y, por tradición, son recomendados por políticos del mismo partido del estado en el que van a servir, no por un grupo de jueces ni por el comité de la asociación americana de abogados. Lo que convierte su nombramiento en algo completamente político.

Vale, dicen los acusadores, pero una vez que has hecho los nombramientos, debes dejar que desempeñen su labor como mejor consideren. Es interesante ver que el senador Charles Schumer, que está utilizando este absurdo escándalo para recaudar fondos para el Comité de Campaña Demócrata al Senado, ha adoptado de pronto esta visión platónica de la justicia. Pero el hecho es que hay miles de leyes en vigor y sólo un número finito de recursos para la fiscalía, lo que significa que se marcar tener prioridades en cuento a qué leyes se da más importancia y qué delitos se persiguen con más ahínco.

Esas decisiones son esencialmente políticas. Y quedan decididas por elecciones en las que ambos partidos dejan muy claras sus prioridades en materia de seguridad del Estado. ¿Va usted a dedicar más recursos de la fiscalía al tráfico de drogas o a la evasión fiscal? ¿Al crimen callejero o al desfalco corporativo? ¿A la inmigración ilegal o a la contaminación ilegal? Cuando se es demócrata y se está en la oposición, se declaran "políticas" estas decisiones con el fin de restarles legitimidad. Pero un observador neutral las calificará simplemente como un conjunto de prioridades en materia de seguridad que reflejan las preferencias políticas del ganador de las últimas elecciones presidenciales.

Por ejemplo, tanto la intimidación al votante como el fraude electoral son ilegales. Los demócratas tienen un interés particular en el primero porque piensan que disminuye la participación de sus votantes, mientras los republicanos están particularmente interesados en el segundo porque consideraran que infla el recuento de votos demócratas. Aparentemente, la Administración Bush estaba decepcionada de que algunos de estos fiscales no perseguían con suficiente vigor el fraude electoral.

No hay absolutamente nada de malo en esto. Perseguir el fraude electoral no es, como pretende el New York Times, un eufemismo para suprimir el voto de las minorías y los pobres. Es un mecanismo para suprimir el voto de los muertos, entre otros fantasmas. Los conservadores tienen un sano respeto a la opinión de los muertos –adoran la tradición, que Chesterton definió una vez como "la democracia de los muertos"– pero trazan la frontera de lo aceptable en la participación electoral póstuma.

Si la Casa Blanca decide que un fiscal no muestra el suficiente empeño en perseguir el fraude electoral –o la pena de muerte, o la inmigración ilegal, o el tráfico de drogas– tiene todo el derecho a despedirlo. Solamente existe un motivo por el que la intervención presidencial no es permisible: sabotear una investigación en curso. Eso es obstrucción a la justicia. Hasta que los demócratas aporten alguna prueba real de que eso ha sucedido, y no lo han hecho, este asunto sigue siendo un pseudo-escándalo. Lo que nunca habría acabado siendo si Gonzales hubiera explicado sus motivos reales desde el primer día.

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