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Alberto Benegas Lynch

La China de Mao

El único modo de que China se transforme en una sociedad abierta será a través del comercio con otras naciones y el contacto cultural consiguiente, puesto que el control policial de la nomenklatura es férreo e implacable.

En los tiempos que corren observamos que en China el aparato comunista utiliza la zanahoria de posibles negocios para que sus comisarios puedan embolsarse colosales sumas de dinero, en base a las concesiones que otorgan a empresarios deseosos de un arbitraje jugoso.

Guy Sorman, después de vivir un año en ese país, dice en su último libro, China, el imperio de las mentiras, que el único modo de que ese lugar se transforme en una sociedad abierta será a través del comercio con otras naciones y el contacto cultural consiguiente, puesto que el control policial de la nomenklatura es férreo e implacable.

Pero en estas líneas me interesa ir al origen, a la tiranía de Mao, a través de la lectura del delicioso y tierno relato del ahora celebrado Sijie Dai, titulado Balzac y la costurera china. Me he detenido en la fotografía del autor cavilando sobre lo mucho que habrá sufrido un espíritu sensible en la tormentosa y salvaje contracultura de la llamada "revolución cultural", inaugurada por el escriba del libro rojo con el que pretendió reemplazar a toda la literatura universal.

La arquitectura literaria de la obra de Dai se distingue por ciertos comentarios que parecen escritos al margen, como un accidente de la pluma, como algo secundario a la trama central de la obra, pero que constituyen descripciones en carne viva del patético régimen maoísta que deja horrorizado al lector. Tal es el caso de sus referencias al clima asfixiante de la más sórdida esclavitud, miseria extrema, mugre, pestes, fatigas imposibles de soportar y letanías de la mentirosa "cháchara revolucionaria".

Para peor, la vida de los personajes que aparecen en el libro se desarrolla en los orwellianos "campos de reeducación", en medio de la inmundicia y de tremendos padecimientos. Corta esta densa e irrespirable atmósfera, la aparición trabajosa y sigilosamente lograda de unos libros derruidos que debían ser leídos clandestinamente. Estas fiestas del intelecto eran proporcionadas por cuatro obras de Balzac y, con el tiempo, de autores como Kipling, Tolstoi, Dostoievski, Flaubert, Stendhal, Dumas, Romain Rolland, Victor Hugo y Emily Brontë... los pocos vestigios de la civilización que no fueron consumidos por las llamas de la revolución. Recordemos que Borges decía que suele ser la manía de gobernantes el "quemar libros y construir murallas".

Las explosiones interiores de alegría y la exaltación de los sentimientos más nobles, siempre reprimidos para no despertar sospechas, son descritos magistralmente por Dai, quien hace decir a uno de sus personajes que al recorrer las páginas de algunos de esos libros prohibidos "tenía la sensación que iba a desvanecerme en las brumas de la embriaguez."

Atacados por los piojos, cansados y deprimidos, los pocos que podían recurrir a estos recreos para el alma se sentían privilegiados porque hasta los que desvanecían debían terminar en el hospital que "parecía un campo de refugiados de guerra" en medio de "la hediondez de las letrinas comunes", en donde la gente enferma y mutilada física y moralmente "debía pelearse por los alimentos."

En medio de este cuadro de situación, Dai se abre paso con una trama principal adornada con momentos de un romanticismo variopinto, un florido sentido del humor, notables giros gramaticales y asombrosas metáforas. Mi hija mayor –bibliófila empedernida– me recomendó el libro y ahora me dice que debo leer otro del mismo autor que lleva por título El complejo de Di, que también me aconseja entusiastamente Guy Sorman.

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