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Álvaro Martín

Ni inmoral, ni ilegal, ni ilegítima

Las Fuerzas Armadas norteamericanas ejecutan hoy la última y desesperada ofensiva en Bagdad. Si no prevalecen en unos meses, sus políticos decretarán la retirada. Si eso llega a suceder, todos probaremos el acíbar de la derrota. Y nos quemará los labios.

En el Irak de Saddam Hussein, y cuando Michael Moore no miraba, los niños no hacían volar sus cometas. Se les metía en máquinas trituradoras delante de sus padres. Algunos, afortunados, eran arrojados de cabeza y morían instantáneamente. Otros lo eran con los pies por delante y morían de una forma que desafía cualquier descripción. En las prisiones de Saddam, los internos debían sentarse durante días sobre botellas hasta que, inertes los músculos de las piernas, la botella se hacía pedazos dentro del recto. Cientos de miles de civiles fueron torturados, gaseados, quemados, triturados, fusilados, descuartizados, ahorcados, enterrados en vida, mutilados o varias de estas cosas a la vez.

No recuerdo que la existencia de armas de destrucción masiva en poder de Saddam fuera uno de los principales argumentos por los que muchos apoyamos la intervención aliada. Tampoco recuerdo que ninguno de los vehementes opositores a la guerra dejara de reconocer que Saddam tenía armas de esa naturaleza. Recuerdo, en cambio, al jefe de los inspectores de la ONU recitar la letanía de agentes químicos y biológicos que sospechaba escondidos por el régimen. También recuerdo que el embargo a Saddam había dejado de estar vigente en la práctica y que éste se preparaba para reeditar su programa nuclear. Y recuerdo cómo el corrupto programa Petróleo por Alimentos había empezado a engrasar el pacifismo sobrevenido de determinados políticos occidentales y de respetables funcionarios internacionales.

Y desde luego recuerdo la larga mano de los servicios secretos de Saddam en el primer atentado contra las Torres Gemelas en 1993, que dejó una estela de seis muertos y un millar de heridos. Recuerdo la presencia de Ansar al Islam, un grupo afiliado con Al Qaeda, en Irak antes de la invasión, los viajes de Al Zarqawi y la financiación por parte de Saddam de terroristas suicidas.

Es más, recuerdo que después de 17 resoluciones, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas dijo (Resolución 1441, de 8 de noviembre de 2002) que, de no aceptar las inspecciones de su armamento de destrucción masiva, Saddam se enfrentaría a "serias consecuencias" y cómo todo el mundo aceptó que se estaba hablando del cambio del régimen por la fuerza. No me impresionan las invocaciones al derecho internacional, como no les impresionan nada a los habitantes de Darfur, masacrados por decenas de miles desde hace años, ni a los ruandeses, muertos a razón de millón y medio en cuestión de días, ni a los bosnios, trescientos mil de los cuales perecieron en condiciones de perfecta legalidad internacional. De hecho, creo que el Gobierno norteamericano nunca debería haber acudido a las Naciones Unidas. Al aceptar la legitimidad de un constructo tan cuestionable como la ONU, se puso a merced de su multilateralismo del mínimo común denominador y permitió que pasaran muchos meses durante los cuales un movimiento pacifista marginal se convirtió en un leviatán inabarcable, mientras los propios estadounidenses iban olvidando lo que había pasado el 11 de septiembre. Aun así, existen muy buenos argumentos para afirmar que la resolución 1441 concedía la autorización para deponer a Saddam Hussein que los aliados hicieron efectiva en marzo de 2003.

Cuatro años después, Occidente puede haberse aburrido de Bush y de la guerra, pero Al Qaeda tiene claro que este campo de batalla es el frente fundamental para la creación de un califato fundamentalista desde el que reclamar una versión wahabita del Islam desde Al Andalus hasta Indonesia. La derrota de Bush sería la derrota de Estados Unidos. La derrota de Estados Unidos sería la derrota de Occidente. Las Fuerzas Armadas norteamericanas ejecutan hoy la última y desesperada ofensiva en Bagdad. Si no prevalecen en unos meses, sus políticos decretarán la retirada. Si eso llega a suceder, todos probaremos el acíbar de la derrota. Y nos quemará los labios.

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