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EDITORIAL

Primero de Mayo: día contra el PP

Las otrora reivindicativas algaradas sindicales se han transformado en actos de comunión con el Gobierno y de rechazo al principal partido de la oposición

Cualquier ocasión es buena para proseguir con lo único que, a estas alturas, la izquierda española saber hacer bien: atacar al PP y culparle de todos los males habidos y por haber. Y no hablamos de los medios de comunicación rendidos al Gobierno, que son muchos, muy poderosos y alguno de ellos le debe a Zapatero su misma existencia; ni de los socios nacional-comunistas del inquilino de la Moncloa, que por odio africano al PP son capaces de apuntarse a lo que haga falta, aun a riesgo de minar su propia base electoral. Hablamos de los sindicatos.

Los mismos que, en la última etapa con los socialistas en el poder, convocaron dos huelgas generales. Los mismos que, a pesar de contar con un número minúsculo de afiliados, se autoarrogan la representación de los casi 20 millones de trabajadores que hay en España. Los mismos que, disfrutando sin tasa del pesebre de las subvenciones, mantienen las formas y el fondo de aquellos sindicatos que iban a la huelga de la mano de los desheredados de antaño. Los mismos que, en definitiva, juegan a ser antisistema cuando no sólo viven de él, sino que forman parte indisoluble de ese sistema que dicen aborrecer.

Entre lo que representaron y lo que representan media un gran trecho, pero al menos cuidaban ciertas apariencias que los llevaba a estar, por principio, enfrentados –aunque fuese de boquilla– con el poder político. Con la nueva hornada de socialistas capitaneada por Zapatero hasta han prescindido de ese inútil formulismo. Tanto la UGT como Comisiones Obreras se han convertido en dos tentáculos más de la izquierda toda que se apadrina desde la Moncloa con un único objetivo: impedir a cualquier precio que el Partido Popular vuelva a ganar las elecciones. Poco importa que sus demandas tradicionales –seguridad en el empleo, temporalidad, etc.– sigan sin ser atendidas; en la agenda de los líderes sindicales sólo figura una consigna, la de oponerse a la oposición. Así de chocante, así de estúpido.

En este caldo, cultivado con mimo por el presidente del Gobierno, las habituales manifestaciones del primero de mayo de este año pasarán a la historia no por su número de asistentes –que ha sido ridículo–, ni por el ruido que los manifestantes han hecho en la calle, sino porque las otrora reivindicativas algaradas sindicales se han transformado en actos de comunión con el Gobierno y de rechazo al principal partido de la oposición. Algo nunca visto en un país democrático o, mejor dicho, algo sólo visto en las dictaduras bananeras y en los países del bloque del Este. La guerra de Irak o los atentados del 11-M han vuelto a ser protagonistas en la calle; con las mismas consignas, idénticos eslóganes y protagonistas similares al frente de las pancartas como si no hubiesen pasado los años. De otros dramas como el de Darfur en Sudán o la pesadilla que atraviesa Afganistán no se acuerdan, y no lo harán nunca porque no se trata de eso, se trata de perpetuar en la memoria de todos un asunto que les rindió magníficos resultados electorales.

Y es que, ayuna de ideas y fracasando estrepitosamente en el ejercicio del poder, la izquierda "de este país" insiste en lo único que le ha dado resultado desde que la desalojaron de la poltrona en 1996. Mantiene una tensión continua contra la derecha, casi como si se le fuese la vida en ello, o quizá porque se le va la vida en ello. Detrás de tanta obstinación es posible que habite el miedo; el miedo a perder lo único que tienen, el miedo a que les destapen las vergüenzas, el miedo a que muchos de sus votantes ocasionales empiecen a ver que, efectivamente, Zapatero va desnudo.

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