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Charles Krauthammer

Reescribir la historia

La decisión de ir a la guerra fue tomada por un gabinete de guerra compuesto por George Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice, Colin Powell y Donald Rumsfeld. Nadie de esa sala podría ser considerado ni siquiera remotamente neoconservador.

George Tenet deja un legado muy discutible. Por una parte, protagonizó los dos fracasos de Inteligencia más estrepitosos de esta era: el 11 de Septiembre y el desastre de las armas de destrucción masiva en Irak. Por la otra, su CIA sí concibió y llevó a cabo brillantemente un plan asombrosamente atrevido para derrocar a los talibanes en Afganistán. Tenet podría haberlo dejado así, yéndose a casa con su Medalla Presidencial de la Libertad y dejando que la historia lo juzgase.

En vez de eso, ha decidido juzgar por su cuenta. En su libro recién publicado, y en su campaña de promoción en televisión, Tenet se presenta como la patética víctima y chivo expiatorio de una administración que estaba totalmente resuelta a ir a la guerra, con los hechos en su mano o sin ellos.

Tenet escribe como si asumiera que nadie recuerda nada. Por ejemplo: "Nunca hubo un debate serio dentro de la administración del que tuviera conocimiento sobre la inminencia de la amenaza iraquí". ¿Cree que nadie recuerda al presidente Bush rechazando explícitamente el argumento del ataque inminente en su discurso del Estado de la Unión de 2003 enfrente de más o menos la mayor audiencia global posible? Dijo el presidente: "Algunos han afirmado que no debemos actuar hasta que la amenaza sea inminente", añadiendo que él no era uno de ellos porque en un mundo post-11 de Septiembre no podemos esperar a que tiranos y terroristas manifiesten educadamente sus intenciones. De hecho, en todo el resto del libro Tenet reconoce a regañadientes eso mismo: "Nunca fue una cuestión de una amenaza conocida e inminente; tenía que ver con la falta de disposición a arriesgarse a una sorpresa".

Tenet también lanza lo que cree que es la acusación sensacional e irrefutable de que la administración, encabezada por el vicepresidente Cheney, estaba obsesionada con Irak desde antes incluso del 11 de Septiembre, informando de que Cheney solicitó un informe de la CIA para el presidente antes incluso de haber jurado el cargo.

¿Qué tiene esto de extraño o, incluso, de noticia? Durante la década que siguió a la invasión de Kuwait de 1990, Irak fue la mayor amenaza en la región y, por tanto, el foco de atención más importante de la política exterior norteamericana. Resoluciones de la ONU, debates del Congreso y discusiones en materia de política exterior estaban absortos con la cuestión iraquí y sus muchas complicaciones post-Guerra del Golfo: las armas de destrucción masiva, los regímenes de inspección, las violaciones del alto el fuego, las zonas de exclusión aérea, el progresivo debilitamiento de las sanciones, etcétera.

Irak fue tal obsesión para la Administración Clinton que el demócrata terminó ordenando un ataque aéreo y balístico contra sus instalaciones de armas de destrucción masiva que duró cuatro días. Esto sucedió menos de dos años antes de que Bush alcanzase la presidencia. ¿Acaso resulta extraño que la administración posterior a la de Clinton compartiera su extrema preocupación por Irak y su armamento?

Tenet no es el único en asumir la existencia de una amnesia generalizada sobre el pasado reciente. Uno de los mayores mitos (o, más exactamente, teorías conspiratorias) sobre la guerra de Irak –que fue impuesta fraudulentamente a un país incauto por un reducido grupo de neoconservadores– también vive felizmente desvinculada de la historia. La decisión de ir a la guerra fue tomada por un gabinete de guerra compuesto por George Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice, Colin Powell y Donald Rumsfeld. Nadie de esa sala podría ser considerado ni siquiera remotamente neoconservador. Tampoco lo es el partidario más importante de la guerra hasta la fecha fuera de Estados Unidos, Tony Blair, padre del nuevo laborismo.

La defensa más contundente de la guerra fue llevada a cabo en la convención republicana de 2004 por John McCain, en un discurso que fue resueltamente "realista". En el bando demócrata, todos los candidatos presidenciales que se presentan hoy al cargo y que estuvieron en el Senado cuando fue propuesta la moción para autorizar el uso de la fuerza (Hillary Clinton, John Edwards, Joe Biden y Chris Dodd) votaron a favor.

Al margen del Gobierno, la guerra fue defendida no sólo por el neoconservador Weekly Standard sino –por seleccionar casi al azar– el tradicionalmente conservador National Review, el progresista New Republic y el Economist, de centro derecha. Por supuesto, la mayor parte de los neoconservadores apoyaron la guerra, cuya defensa también fue acometida por periodistas y académicos de todas las franjas del espectro político, desde el izquierdista Christopher Hitchens hasta el progresista Tom Friedman, pasando por el centrista Fareed Zakaria y por el centro derecha de Michael Kelly hasta llegar al tory Andrew Sullivan. Y el libro más influyente en defensa de la guerra no fue redactado por ningún derechista, no digamos ya neoconservador, sino por Kenneth Pollack, el principal funcionario de Oriente Próximo de Clinton en el Consejo de Seguridad Nacional. El título: La tormenta en ciernes. Los argumentos para invadir Irak.

Todo el mundo tiene derecho a renunciar a sus antiguas opiniones. Pero no a maquillar lo que dijo en su día. Es de un descaro brutal pensar que uno puede irse de rositas inventándose no ya la historia antigua, sino lo que todo el mundo vio y leyó con sus propios ojos hace apenas unos pocos años. Y aún así, en ocasiones, la desfachatez funciona.

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