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Luis Hernández Arroyo

El monarca constitucional

Podría pensarse que ha sido un mal día. Pero ya son muchos malos días y muy pocos buenos. Esos malos días hacen dudar de que, en caso de una crisis similar, volvamos a ver a aquel gran Rey diciendo "no".

Primero el hijo, luego el padre. Uno pedía perdón a los plumillas, en el nacimiento de su hija, porque llovía; el otro –increíble, pero cierto–, avala con su corona el proceso de negociación con ETA. Habíamos dejado en suspenso el juicio y el aliento con aquello de "hablando se entiende la gente", a cuenta de un posible mal día. Pero esto último es mucho más grave. Si no me equivoco, es la entrega a plazo de las responsabilidades anexas al cargo. Ergo es la liquidación a plazo del régimen de 1978. Porque lo que avalan estas palabras es la rendición ante ETA a la que asistimos desde hace tres años.

Una de dos: o no ha habido tal rendición, y lo que ha hecho el Gobierno hasta ahora es arriesgado pero legítimo, o es una rendición pactada de la que no sabemos la letra pequeña, pero sí los titulares. Hay mucha, muchísima gente, que todavía piensa lo primero. Probablemente los que pensemos lo segundo seamos una minoría. Entonces, el Rey no estaría más que dando una cobertura moral a lo que él piensa que es lo correcto.

Desgraciadamente, hay muchos datos acumulados que señalan a una entrega de la soberanía en una siniestra subasta en la que se puja con presiones y violencia contra los más débiles. Ahora, además, los de la minoría ya no podemos tener la mínima esperanza en el monarca, quien, como heredero del poder franquista, se auto-constituyó a sí mismo como defensor de un sistema político constitucional, homologable con los demás países democráticos, en el que lo esencial es la vigencia de instituciones que garantizan, con su independencia, la protección de las minorías dentro del Gobierno de la mayoría.

Al avalar con sus palabras lo que a todas luces es un proceso de lesa patria con varios frentes –acompañado, además, por la demolición de cualquier institución independiente, desde la judicatura a la propia Constitución, pasando por la CNMV–, me viene a la memoria las palabras de su digno padre, don Juan, quien, poco antes de morir hace ya catorce años, lanzaba en el vacío un mensaje de alarma sobre la virulencia creciente de los nacionalismos.

Ante los vertiginosos sucesos a que asistimos en todos los órdenes políticos, todos conducentes a la disolución del régimen sobre el que se asienta la Corona, los que no somos, por razones obvias, republicanos nos preguntamos si el Rey se da cuenta de que está dinamitando su propio suelo, que es la Constitución, la ley y las instituciones emanadas todas de aquel gran Contrato Social de España de 1977. El Rey reina pero no gobierna. Reinar no es inaugurar monumentos, es algo simple pero que requiere valor: decir "no" a lo que requiere un contundente "no". Pero su absentismo en cuestiones nacionales críticas, su insistencia en no definirse en la defensa de España, es justo lo que contrario. El crédito ganado el infausto día del 23-F no es inagotable. Podría pensarse que ha sido un mal día. Pero ya son muchos malos días y muy pocos buenos. Esos malos días hacen dudar de que, en caso de una crisis similar, volvamos a ver a aquel gran Rey diciendo "no".

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