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José María Marco

Dinamismo y convicción

Fieles a su tradicional cortedad de miras, a su oportunismo y a su desconocimiento de lo que palabras como patriotismo quieren decir, en el PSOE estarán contentos de la marcha de Blair.

Blair se ha despedido. Tony Blair, el gran Tony Blair, se va después de reformar la izquierda inglesa, a la que reconcilió con el liberalismo extraviado en el siglo XX. También reinyectó el europeísmo en su partido, lo que ha cambiado para siempre la posición ante Europa de su país y también del Partido Conservador. Al continuar las reformas de Margaret Thatcher, otra grande, ha hecho de Gran Bretaña un modelo económico de apertura y dinamismo para los países occidentales, más en particular para los de la Unión. Y reafirmó el significado auténtico de la alianza atlántica, recogiendo el guante del brutal y cobarde desafío del totalitarismo islámico.

Hay quien interpreta la derrota (relativa) del laborismo en las últimas elecciones como una sentencia negativa sobre la acción de Blair. Es probable que se entienda mejor si se la considera una advertencia sobre un futuro poco claro, como es el que se abre con Gordon Brown, el sucesor.

En cualquier caso, la trayectoria y el legado de Blair, que irá creciendo con los años, tiene una significación muy particular para los españoles.

En la izquierda, Blair dio una lección que los socialistas españoles nunca supieron aprovechar. Su gestión de la situación del Ulster le llevó a concesiones a veces difíciles de justificar moralmente, pero no a ceder en la cuestión de la identidad nacional. La renovación de su partido dio al laborismo, con la consiguiente prosperidad y dinamismo de su país, tres victorias electorales seguidas, algo nunca visto en la historia de Gran Bretaña. Pero ni siquiera eso ha hecho reflexionar a los dirigentes del socialismo español. Aquí andan en otras batallas: el enriquecimiento de los poderosos del aparato –Arenillas y familia, entre otros–, la corrupción y el desmantelamiento de las instituciones democráticas y la rendición preventiva a cualquier fundamentalismo, ya sea llame nacionalista o islámico.

Fieles a su tradicional cortedad de miras, a su oportunismo y a su desconocimiento de lo que palabras como patriotismo quieren decir, en el PSOE estarán contentos de la marcha de Blair.

En cuanto al PP, Blair jugó un papel fundamental. Con Aznar en el gobierno, Blair comprendió que la voluntad de reinstaurar la grandeza de España que latía en el fondo del proyecto de éste –no siempre bien formulada, por otra parte– ofrecía una oportunidad de oro para reactivar una Europa paralizada por el intervencionismo, el miedo y el cinismo. Blair aprendió de Aznar lo que quiere decir reformar sobre bases nuevas un partido político y se apoyó en él, y en la potencia atlántica y europea que España debería ser y quiso ser entonces, para reafirmar su posición.

Blair no comprendió nunca por qué Aznar se iba. Él creía que las oportunidades se presentaban para ser agotadas. Aznar pensaba que la oportunidad que a él se le presentaba era precisamente la de dar una lección de normalidad institucional. La distancia era insalvable, aunque el respeto mutuo era demasiado hondo como para que la discrepancia cobrara relevancia pública. Blair, por otra parte, era un comunicador extraordinario, un gran seductor; Aznar se encerró en sí mismo cuando más se necesitaba la palabra y la explicación.

Los dos fueron líderes de verdad, políticos de convicciones en algunos de los grandes asuntos de nuestro tiempo. Difíciles de sustituir, en consecuencia. Pero aunque haya llegado el momento de pasar página, algo de la inagotable energía juvenil de Blair debería seguir inspirando a los europeos y a los españoles. Por mucho que algunos, tal vez muchos, nos sintamos hoy un poco más viejos.

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