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Ricardo Medina Macías

Atrapados por fantasmas ancestrales

La sugerente hipótesis de Rubin es que tales prejuicios surgieron como instinto de supervivencia en un mundo en el que sólo existía la suma cero y quien ganaba algo era porque se lo había quitado a otro, fuese un empleo, fuese un beneficio.

¿Por qué son tan populares los miedos y los prejuicios contra la emigración y el libre comercio? Hace ya muchos años, el demógrafo, antropólogo e historiador de la economía Alfred Sauvy (1898-1990) combatía el mito de los límites del crecimiento en el que se empeñaron en formarnos durante la segunda mitad del siglo pasado.

Yo leí uno de sus últimos libros: La economía del diablo: paro e inflación (L'Economie du diable: Chómage et inflation, París 1976) un poco a escondidas, con miedo a que el libro me fuese confiscado, para quemarlo en una hoguera de textos heréticos, por alguno de los jesuitas progre que daban clases en la universidad y que se esforzaban por "ponerse al día" suscribiendo la moda del momento; imagino que hoy serían profetas apocalípticos del calentamiento global, como antes lo fueron de la explosión demográfica. Antiquísima doctrina: el progreso no existe y si acaso existiera sería malo.

De varias formas, Sauvy insistía en que la tragedia de Francia era su prejuicio antinatalista, tributario de una concepción estática del mundo, de suma cero, en la que supuestamente si alguien gana algo es porque alguien pierde algo. Ese arraigado prejuicio ve los empleos como espacios físicos limitados a un territorio: si alguien obtiene un empleo, otro u otros lo pierden; la llegada de los jóvenes o, peor aún, de los "otros", extranjeros, al mundo del trabajo es una agresión que se combate ferozmente. Los mismos prejuicios ancestrales explican la aversión hacia el libre comercio.

Por su parte, Paul H. Rubin, profesor de Economía y Leyes de la Emory University, propone que dichos prejuicios –contra el libre comercio y contra la libre migración de trabajadores, tan fomentados hoy por tantos políticos– son atavismos heredados de una época remota en la que la economía era estática –sin crecimiento– y los horizontes eran tan limitados que uno podía vivir, digamos, cincuenta años sin haber visto a más de cien personas en toda la vida.

La sugerente hipótesis de Rubin es que tales prejuicios surgieron como instinto de supervivencia en un mundo en el que sólo existía la suma cero y quien ganaba algo era porque se lo había quitado a otro, fuese un empleo, fuese un beneficio.

Nuestros prejuicios están anclados en tiempos anteriores al siglo XVIII. Son fantasmas que no han evolucionado y alimentan odios y temores antiquísimos en contra del progreso.

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