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José Antonio Martínez-Abarca

Cuando "maté" a ZP

No deseo en absoluto su deceso. Guardo para mí el derecho a no lamentarlo de manera inconsolable, que es muy otra cosa.

La única frase de éxito que he escrito nunca, aquella por la que algunos venderían a su madre si antes no hubiesen vendido a su patria, jamás la escribí. Circula por algunos de los blogs más insultantes de internet una especie, la de que "un tal señor Martínez-Abarca ha escrito en Libertad Digital que desea la muerte de Zapatero (pincha aquí)". Jamás ha salido eso de mi tecla, pero debo reconocer que le ha dado mucha vidilla a mi reputación.

No puedo, en primer lugar, desear la muerte de alguien de cuya mera existencia dudo, porque que Zapatero haya pasado los cuarenta no es científicamente explicable. En condiciones normales, un ser como Zapatero tendría la consideración de "fallido". Lo inusitado es que no haya muerto de inanición mientras relativizaba el hecho de que mover el maxilar inferior hacia el superior significa masticar, por mucho que eso sea un convencimiento también de los de la derecha.

En la mayoría de los casos, ese tipo de fracasos orgánicos mueren por causas naturales al no recibir su cerebro las sensaciones de dolor que transmiten sus terminales nerviosas. Pero estamos con Rodríguez Zapatero ante un fenómeno extraordinario, del que yo escribí en estas páginas, eso sí, que si algún día, afeitándose con la misma navaja barbera con la que sus asesores le hacen ese pelado de jardín de infancia, ésta resbalaba hacia su cuello habría la posibilidad de un accidente no del todo desgraciado. "No del todo desgraciado" no equivale a que uno vaya a procurar las condiciones para que se produzca ese accidente.

Como diría Vito Corleone, aquí todos somos muy supersticiosos y tal y como están los tiempos de oscuros no sería raro que a alguien así lo fulminase un rayo. Pero no deseo en absoluto su deceso. Guardo para mí el derecho a no lamentarlo de manera inconsolable, que es muy otra cosa. El "efecto ZP" fácil vino y fácil se debe ir, pero no podríamos calcular cómo se producirá. Las mejores cabezas del cristianismo contemplan para este tipo de imponderables unas indulgencias muy específicas, casi unas recomendaciones, que por cierto resultan escasamente tranquilizadoras para toda esa bienpensancia izquierdista que cree que sus siniestros designios siempre estarán blindados por el respeto supremo a la vida que tienen sus perseguidos. Les daría algo más de cangüelo enterarse de que en la tradición del Occidente judeocristiano hay bienes y valores a preservar aún superiores que una vida particular, sobre todo si es la de alguien que se produce contra los fundamentos mismos de la coexistencia libre y en paz.

Pero aquí no deseamos nada porque nada esperamos, y menos la creación de un mártir laico. Sobre todo quedando aún la posibilidad piadosa de que, en un último y único rapto de sinceridad, Zapatero se enfrente a su reflejo en el azogue y siga la recomendación que José Luis de Vilallonga le hacía al difunto duque de Feria para restablecer lo que aún podía salvarse de su honor.

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