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José T. Raga

Las corrupciones

¿No se considera corrupción que un funcionario esté oficialmente en el desempeño de su misión, percibiendo una remuneración –presuntamente legítima– y ostentando el ejercicio de unas competencias, cuando malgasta el tiempo y elude sus responsabilidades?

Supongo que somos muchos –pues resulta muy difícil ser único en la vida– los que por nuestra carencia de entendederas nos sorprendemos casi a diario de acciones y decisiones, no digamos nada de argumentaciones justificativas, que además de asombrarnos ponen a prueba lo que de siempre consideramos como los cimientos de la vida en convivencia, con garantía de libertad y de justicia. Obsérvese que no aspiramos ya a la sabiduría en las mismas, ni siquiera al acierto que sería deseable para el bien de la comunidad.

No entendemos muy bien el porqué de identificar el término corrupción con las carteras, sacos o simples bolsillos de aquellos que se suponen beneficiados por la misma. Aparte del reduccionismo empobrecedor al que conduce tal identificación, ésta resulta aún más digna de estudio cuando coincide con hechos o sucesos políticos de gran calado, como ocurre cuando nos enfrentamos ante un proceso electoral. ¿Qué razones tengo para esta afirmación? Ninguna, salvo la publicitación de que la información de los hechos dormía el sueño de los justos desde hace ya tiempo en la mesa de trabajo del juez que ha asumido la competencia para enjuiciar los hechos presuntamente delictivos.

Vaya por delante que soy firme partidario de perseguir al delincuente, haciendo recaer sobre él el peso de la ley. Y cuando digo al delincuente, estoy usando un término genérico; es decir, a todo delincuente y con la misma diligencia y rigor, sin importar que haya devuelto el quantum del delito cometido, más allá de la incidencia que pudiera tener la atenuante de arrepentimiento espontáneo si fuera el caso.

Limitar la corrupción exclusivamente a lo que está expresado en magnitudes monetarias nos parece una irresponsabilidad política, administrativa y jurídica que no debería darse en una sociedad en la que impere el Estado de Derecho. Quiero decir con ello que, en efecto, hay acciones corruptas en las que resplandece el beneficio económico, bien por su cuantía o bien por el escándalo que producen a juzgar por la notoriedad de los protagonistas. Pero, ¿no se considera corrupción que un funcionario esté oficialmente en el desempeño de su misión, percibiendo una remuneración –presuntamente legítima– y ostentando el ejercicio de unas competencias, cuando malgasta el tiempo, elude sus responsabilidades y usa indebidamente los atributos que por el ejercicio de cargo le corresponderían? ¿No es corrupción el que por intereses difícilmente confesables asuma para sí competencias que corresponden a otros órganos o a otras personas, entrando incluso en conflicto con ellos, entorpeciendo innecesariamente la función de Gobierno o la de buena administración de la cosa pública? Reducir la corrupción a la vertiente más dineraria de una acción perversa, es tanto como afirmar que pecado es sólo la conducta que atenta contra el sexto Mandamiento de los de la Ley de Dios.

Siendo evidente que estas conductas existen, que hay funcionarios que optaron por su dedicación plena –a tiempo completo, suele ser la denominación específica– a la Administración, sigo sin entender que sean tan escasos, por no decir que no sean, los procesos que persigan esas conductas, que no son otra cosa que resultado de corrupción. Corrupción es la del funcionario que no presta diligencia en su función al servicio de la comunidad, o que no pone su conocimiento y competencia a la atención del servicio que tiene confiado.

Del proceso abierto recientemente por el juez Garzón –en el que dejo para otro momento la cuestión de competencia– me surge más de una duda. Repito que probablemente se deba a mi carencia de conocimientos. ¿Cabe la figura del inductor de un delito consumado, sin la preexistencia de su autor material? Y trato de huir aquí de otra corrupción especialmente perversa que es la corrupción del lenguaje, de cuya enfermedad el país sufre una perseverante epidemia. A decir del Diccionario de la Lengua Española, que publica la Real Academia Española, corrupto –entiendo que es el autor del delito de corrupción– es el que se deja o ha dejado sobornar, pervertir o viciar. Por lo que corrupto no es el que paga sino el que cobra y, hasta donde yo conozco, los procesados por Su Señoría son los que presuntamente han pagado por favores y no los que cobraron por hacerlos que, según la definición, deberían ser los corruptos.

O sea que se han adelantado en el proceso los inductores a la corrupción que los que la consumaron. ¿Qué pasaría si no se encontrara a los corruptos? Sería tanto como procesar y quizá condenar por homicidio en ausencia de muerto, a alguien que pasaba frente a la casa de quien se desconoce su paradero.

En fin, que estoy hecho un lío. Y si me preocupa esto, dedicándome yo a los estudios económicos, es por la falta de confianza que se genera en el sistema jurídico y en la administración de justicia, de la que se derivan consecuencias económicas de largo alcance en el desarrollo de la actividad productiva y en los movimientos de flujos financieros. Comprendo que es muy importante la dotación de medios informáticos para una administración de justicia eficaz, como se ha dicho recientemente, pero a mí me preocupan más otras cosas.

En España

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