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José T. Raga

Los vientisiete magníficos

Los europeos tienen la arrogancia de proponer a un sistema, la Seguridad Social, que se muestra insuficiente para afrontar sus propios objetivos, como el que permitirá salir de la crisis en la que, también ese mismo sistema, se encuentra inmerso.

Sí, están ustedes en lo cierto al pensar que sólo eran siete, pero miren por donde, acumulando devaluaciones se puede llegar a este número, incluso a algo más. Bien es cierto que contemplando a los allí reunidos, uno necesariamente tiene que recordar con nostalgia a personajes no devaluados, de la más reciente historia política europea, capaces de construir, desde un montón de chatarra y escombros, un conjunto floreciente de países y, lo que es más aún, el proyecto de una unión en la que la paz y la prosperidad se hallaran garantizadas; al menos hasta que sus nietos –los hoy reunidos– las convirtieran en dudas, desconfianza, fariseísmo y destrucción.

Una vez más, los veintisiete saben lo que no quieren hacer –al menos es lo que dicen–, aunque, también una vez más, lo que no saben es lo que quieren hacer. Palabras no faltan y declaraciones arrogantes tampoco. Su contenido en ideas, sin embargo, deja mucho que desear. Y lo que es peor –por lo decepcionante– es que aquellos pronunciamientos grandilocuentes, que tanto alivian el ego de los mandatarios, hay que sospechar que no se comparten por todos los allí presentes y, si se nos apura, ni siquiera por la mayoría de los signatarios, con independencia de que sea la mayoría quien los refrende.

Que ¿a qué viene esa aparente contradicción? Razones hay sobradas para la afirmación que acabo de hacer. Cada vez que se adopta una estrategia, o se acuerdan unas medidas como prioritarias para dirigirse a un fin común, a los miembros que las acordaron les falta tiempo para impulsar justo las medidas contrarias a lo que, al menos formalmente, era la voluntad común libremente expresada.

Todos tenemos presente, por lo reciente, el documento final de la reunión del G-20 en Washington apelando a la liberalización de los mercados como cauce para salir de la crisis, y también todos nos vimos fascinados cuando, apenas regresar de aquel lugar a los distintos de procedencia, los nuevos liberales del siglo XXI se pusieron manos a la obra a intervenir en los mercados, a regularlos, a subvencionarlos, en definitiva a distorsionarlos, rechazando con los hechos lo que se había acordado con las palabras. Por eso, convendría dejar pasar unos días, que no serán muchos, para comprobar la efectividad de ese frente que se ha vendido como un frente común europeo; frente a la insensatez y la sinrazón de la política de los Estados Unidos llevada a cabo por esa joven esperanza del mundo occidental, el presidente Obama, que empieza a perder partidarios en este lado del Atlántico porque, sencillamente, no dice lo que nosotros quisiéramos escuchar.

Y, dado que mi obamismo ha estado siempre en duda, cuando no en el mayor de los escepticismos, no tengo necesidad de abundar en defensa de las bondades de aquel Plan que, a mí, tampoco me convence. No obstante, una cosa es decir eso y otra bien distinta es considerar seriamente y proclamar, en consecuencia, que el sistema de protección social que opera, más o menos dignamente, en los diferentes países de la Unión Europea, es el mejor de los instrumentos para luchar contra la crisis en la que todos están inmersos.

Así se han pronunciado, sin sonrojo, en un intento de decir al mundo que aquí ni se precisan salvadores, ni siquiera consejeros. Lo único que se precisa es –una vez más alejándose de lo que los mismos dignatarios acordaron en Washington hace apenas un par de meses– más regulación. De manifiesto pues, una vez más, el santo temor a la libertad, al tiempo que algunos celebrábamos el aniversario de la Constitución de 1812. ¿No resulta fascinante? Eso, además, se dice en este caso, en el que la crisis se ha producido en uno de los sectores más regulados. Habría sido mejor plantearse quién tiene que regular al regulador o controlar al controlador. Quizá esté ahí el problema.

La capacidad del mandatario europeo de hoy, para situarse fuera de la realidad en la que vive, es realmente asombrosa. Allí estaba nuestro presidente Rodríguez Zapatero, que alguien le ha tenido que decir que el sistema de Seguridad Social español está poco menos que quebrado. Y, junto a él, otros colegas suyos cuya fortuna no anda por mejor camino, mientras todos, unidos por un no se sabe qué, tienen la arrogancia petulantemente errónea, de proponer a un sistema, que se muestra insuficiente para afrontar sus propios objetivos y para dar cumplimiento a sus obligaciones adquiridas, como el que permitirá salir de la crisis en la que, también ese mismo sistema, se encuentra inmerso.

Y en este caso, voy a hacer alarde de lo que no debería: el egoísmo. En este caso, me preocupa fundamentalmente España. Si quieren ustedes porque es mi país, si lo prefieren porque, con todo, lo conozco mejor y, en última instancia porque, aunque a nivel macro los problemas tienen una observación que de suyo es elocuente, no es menos cierto que en la mayoría de los casos, la solución a aquellos problemas se produce desde las decisiones en niveles micro.

Tampoco seré yo quien mueva un dedo para cooperar a la mayor gloria del Fondo Monetario Internacional, pero lo menos que merece este organismo es una consideración, aunque sea para su rechazo, de los dictámenes e informes que realiza y, muy en especial, de los que realiza sobre España. El FMI está dedicando a nuestro país no pocos esfuerzos en estos últimos tiempos, siendo sus textos verdaderamente preocupantes.

En la acción de Gobierno, suponer que todo el mundo es necio menos yo –que soy intelectualmente excelente y políticamente sagaz– es una actitud que pagarán con sangre los ciudadanos que, quizá por falta de oportunidades, constituyen el número de sus gobernados.

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