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José María Marco

Viva la crisis

Las sociedades modernas son sociedades subsidiadas y mientras no se agote el dinero que permite pagar la educación, la sanidad, el ocio y el entretenimiento de millones de personas, es difícil imaginar algún tipo de movimiento.

Se especula sobre un posible brote de desorden o incluso de violencia suscitado por la crisis económica. Los que conocemos por ahora, como los ocurridos en Atenas y en Londres, son limitados, nada comparables con las grandes movilizaciones antiglobalización a las que el 11-S puso punto final.

Aun así, es una hipótesis posible. Conviene tener en cuenta, desde luego, la herencia ideológica dejada por la hegemonía cultural e ideológica de la izquierda, ante la que la derecha política sigue demostrando un seguidismo casi perfecto y que puede dar como resultado la escenificación de arrebatos presuntamente románticos, como los ocurridos en esa meca del altermundialismo chic en que han convertido a Barcelona. Ya sabemos la reacción que la izquierda instalada ha tenido ante estos alevines de manifestantes, y seguramente será más seria la perspectiva de problemas sociales cuando empiecen a agotarse las prestaciones de paro y los subsidios estatales a quienes se empezaron a quedar sin empleo hace algunos meses. Tal vez entonces la perspectiva empiece a ser un poco más crítica y justifique una portada como la de The Economist, que –con bastante cierta ironía, todo hay que decirlo– escenifica la revuelta contra los ricos con el famoso cuadro de la Libertad trepando a las barricadas pintado por Delacroix tras las gloriosas jornadas de 1830.

Mientras llega ese momento, si es que llega algún día, no creo que quepa esperar grandes movimientos sociales. (Dejo aparte los suscitados por otros motivos, como el aborto libre o la negociación con los terroristas). Las sociedades modernas son sociedades subsidiadas en un porcentaje muy alto y mientras no se agote el dinero que permite pagar la educación, la sanidad, el ocio y el entretenimiento de millones de personas, suponiendo que se agote algún día, es difícil imaginar siquiera algún tipo de movimiento.

Además, los profesionales de la agitación están instalados en el poder social, político y cultural. Sabiendo que su permanencia depende de la opinión pública, se cuidarán de traspasar límites muy estrictos por miedo a una reacción. Los sindicatos, que podrían sacar a la gente a la calle, o impedir que salga, como hicieron durante la huelga general de 1988, se estarán quietos mientras el Gobierno siga en su línea de aumento de gasto público e incremento del intervencionismo.

La paradoja de la actual situación consiste en eso: en que no habrá movilizaciones sociales serias mientras sigan sin intentarse las reformas imprescindibles para que la sociedad española pueda salir de la crisis. Si el Partido Socialista cambiara de línea o el Partido Popular llega al poder y empieza a demostrar cierta voluntad de modificar las cosas, entonces sí que empezaría a variar el panorama. Pero entonces la agitación irá encaminada a mantener a los españoles en la precariedad, el desempleo crónico y la ausencia de crecimiento. Mientras tanto, ¿para qué movilizar a nadie? Con lo que bien que se vive en crisis.

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