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José García Domínguez

Las venas abiertas de América Latina

Carlos Rangel lo intuyó antes que nadie: desde la fe en aquella piadosa mentira, la del buen salvaje, al autoengaño no menos pío del buen revolucionario apenas había un paso.

En puridad, el manual del perfecto idiota latinoamericano (y español) no es el ensayo que bajo ese mismo título publicó Vargas Llosa hijo. El auténtico y genuino, que ya desde la portada no entiende de bromas ni de ironías, lo escribió muchos años antes Eduardo Galeano. Se trata de Las venas abiertas de América Latina, la obra que Hugo Chávez acaba de entregarle en mano a Obama. Cioran, aquel remedo nihilista de Sócrates que se pasó la vida incitando el suicidio del prójimo, solía decir que los libros tienen que ser peligrosos. Y ése lo es. Aún hoy.

Porque ningún mito se ha revelado más letal para la América fracasada, la del Sur, que el del buen salvaje, antiquísima ficción inventada por Europa que Galeano, astuto pícaro, acertó a disfrazar de aparente racionalismo emancipador. Oh, la literatura. Puede convertirse en el más eficaz de los venenos cuando consigue levantar un hermoso muro poético entre lo que una sociedad es y la imagen fantástica que esa misma sociedad quiere formarse de sí misma. He ahí la más invisible, sutilísima forma del Poder; suprema alquimia que la derecha, siempre tan prosaica, parece condenada a no entender jamás.

Oh, la pureza idílica del paraíso perdido. Cuando los indios, dulces criaturas inmaculadas, compartían en armonía feliz con la diosa naturaleza los dones que la Tierra, generosa, les ofrecía. Oh, la nostalgia germinal del buen salvaje. Colón, en sus cartas a los Reyes Católicos, sería el primer publicista de su leyenda: "Certifico a sus Altezas que no existe mejor tierra ni mejor gente: aman a su prójimo como a ellos mismos y hablan la lengua más suave del mundo". Luego habría de llegar, encendida, febril, la imaginación del dominico Las Casas.

Tras él, ya en delirante concurso de fantasías antropológicas, Rousseau, Montaigne, Marx y Engels, que terminarían de secularizar el cuento dotando de apariencia científica al quimérico Adán del comunismo. Carlos Rangel lo intuyó antes que nadie: desde la fe en aquella piadosa mentira, la del buen salvaje, al autoengaño no menos pío del buen revolucionario apenas había un paso.

Después, ya incurable, la ceguera. El FSLN, Fidel, el Che, las mil guerrillas febriles siempre renaciendo estériles de sus cenizas, el sueño roto del APRA, Perón y su fascismo criollo de opereta, la alucinada demencia de Sendero, las FARC, Chávez... El interminable, eterno, fatal viaje a ninguna parte de América Latina. Y por el camino, cuánta sangre vana, gratuita, estúpidamente derramada ante el altar laico de un simple cuento.    

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