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David Jiménez Torres

Londres, capital del liberalismo español

Para un joven liberal español, las distintas conferencias suscitaron una especie de agradecimiento general hacia Inglaterra por apoyar y estimular a nuestros liberales a lo largo de la historia.

El fin de semana pasado tuve el privilegio de asistir a un congreso organizado por la King’s College London y la Universidad de Cádiz sobre la relación entre Londres y el liberalismo español en las primeras décadas del siglo XIX. Dos días de conferencias sobre la generación de doceañistas y miembros del Trienio Liberal que, tras la restauración absolutista, se exiliaron en Londres, a conspirar o a lamentar el devenir de aquella patria que había resistido a Napoleón sólo para acoger el retorno al absolutismo del peor Rey de nuestra historia. Los conferenciantes partían del ya clásico estudio de Vicente Llorens (Liberales y románticos. La emigración española en Inglaterra 1823-1834, en Castalia) y de su afirmación de que durante los años veinte del XIX Londres se convirtió en la capital intelectual del mundo hispánico.

Fuimos cuatro gatos; los numerosos conferenciantes, un puñado de académicos, gente de la embajada y algunos estudiantes de master y doctorado. Llega a ser una conferencia sobre la relación entre Londres y el marxismo hispánico y tienen que traer sillas extra. Pero fue una verdadera alegría ver la de conferenciantes que sabían del tema y que estaban investigando o habían investigado esta década y este grupo de intelectuales: Trueba y Cossío, Valentín de Llanos, Blanco White, Alcalá Galiano, Joaquín de Mora, Pablo de Mendíbil... aprovecho para agradecer a los profesores Muñoz Sempere y Alonso García la organización del congreso.

Para un joven liberal español, las distintas conferencias suscitaron dos emociones bastante distintas: la primera, una especie de agradecimiento general hacia Inglaterra por apoyar y estimular a nuestros liberales a lo largo de la historia. Con razón decía Maeztu aquello de "no conozco sentimientos más absurdos que nuestra anglofobia... como no sea nuestro amor por Francia". Y es que las afirmaciones de los conferenciantes sobre el apoyo que proporcionaron las clases medias británicas a la causa liberal española fueron impresionantes. Primero, el genuino entusiasmo por el Trieno Liberal, y el suministro de armas y de dinero durante la lucha contra los Cien Mil Hijos de San Luis. Luego, la solidaridad de la sociedad civil al formar comités de ayuda económica a los exiliados que iban llegando desde España, sin dinero, sin saber inglés, sin tener forma de ganarse la vida. Finalmente, el apoyo de los primeros Apóstoles de Cambridge (jóvenes románticos, entre los que se encontraban Tennyson y Sterling) a las conspiraciones para volver a España y derrocar a Fernando VII

¿Que los liberales ingleses veían en los españoles una confirmación de los prejuicios y estereotipos de las naciones latinas atrasadas y ahogadas por monarca y clero? ¿Que esta época y estas interacciones contribuyeron a la perpetuación de la leyenda negra de la que hace un par de semanas me quejaba? ¿Que sobre los liberales españoles (como sobre los nacionalistas griegos de Byron) los ingleses proyectaron sus propias fantasías románticas? Muy bien, ¿y qué? Esa supuesta frivolidad, esas fantasías, son las que mantuvieron con vida a nuestros liberales cuando ni nuestro propio país los quería. Esa filantropía pequeño-burguesa que hoy se desprecia tanto, considerándola mera coartada de la clase industrial, es la que dio de comer a nuestros tatarabuelos. ¿Cuántas mujeres de la burguesía española organizaron suscripciones para sostener económicamente a los que tanto habían dado por el sueño de una España liberal?

La otra sensación que suscitó el congreso, de manera algo predecible, fue la melancolía. Melancolía por una generación, por unos ideales, por una historia y por un país. Por esos tristes "leones numantinos" que describió Carlyle; paseando juntos por Euston Square, sin conocer a nadie, sin decir casi nada, "bajo cielos tan distintos a los suyos". Melancolía por la inevitable progresión de cada conferencia suelta, cuyas diapositivas iban avanzando lenta e inexorablemente hacia la última, hacia la quintaesencia, hacia el cuadro que parece, siempre, decirlo todo: el Fusilamiento de Torrijos.

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