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Florentino Portero

Una diplomacia ensimismada

España pierde posiciones en Europa porque los españoles vuelven a ensimismarse en sus cuitas de aldea al tiempo que la calidad de nuestra educación se hunde en el lodo de la mediocridad.

Con el segundo Gobierno Aznar España tocó techo en su deseo de incorporarse a la sociedad internacional. Las siguientes elecciones marcadas por un terrible atentado y una tan inolvidable como repugnante campaña política resultaron un ¡basta ya! de los españoles a sus dirigentes. El camino recorrido para normalizar las relaciones de España con el mundo era suficiente. No había por qué avanzar más. Se trataba de salir del agujero al que el aislamiento internacional y el provincianismo intrínseco al Régimen de Franco nos había llevado, no de asumir el protagonismo que nos correspondía, con sus pros y sus inevitables contras.

Tras el racial Suárez llegaron dirigentes políticos interesados y preparados para jugar en la escena internacional, como Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González y José María Aznar. Cada uno cubrió su etapa con aciertos y errores, pero siempre con la perspectiva patriótica de situar a España un poco más allá, más cerca de los centros de poder mundial. Tras el 11-M, España ha iniciado un ciclo de voluntario ensimismamiento. Su situación le impide regresar a tiempos felizmente superados, pero a todas luces resulta evidente tanto la vuelta al localismo como el desinterés por lo ajeno.

En esta nueva y cíclica versión del Menosprecio de Corte y alabanza de aldea los españoles, con la interesada colaboración de los "aparatos" partidistas, hemos situado al frente de nuestras principales organizaciones políticas a personas con una formación más próxima a la de Suárez que a la de quienes le sucedieron en el cargo. Sin más conocimiento de idiomas que el materno, se encuentran en una situación de incomodidad e inferioridad ante muchos de sus iguales. Se puede argumentar que un traductor está para resolver estas situaciones, pero eso sólo es verdad en parte. La diplomacia de nuestros días se hace desde un teléfono móvil, en los pasillos de organismos internacionales, cenas... Recuerdo un paseo con Ana Palacio por los Jardines del Palacio de la Granja en los postreros días del último Gobierno Aznar, en los que nuestra conversación fue interrumpida de forma sistemática por llamadas a su móvil de varios ministros europeos. Era un sábado por la tarde y Ana Palacio habló largo y tendido con Fratini en italiano, con una colega báltica en inglés... Fueron muchas las llamadas y pude escuchar como discutía en detalle temas en inglés, francés e italiano. Es sólo un ejemplo de cómo se trabaja hoy en Europa y de por qué un traductor no es suficiente.

La cuestión de los idiomas no es sólo un problema de poder negociar mejor o peor. Es, sobre todo, una incapacidad de comprender y participar del pulso de nuestro tiempo ¿Podemos encomendar la dirección de la política nacional a quien no lee habitualmente la prensa internacional, no ve los informativos de referencia y no está al corriente de los libros que establecen los términos del debate, que no siempre son traducidos? La respuesta es sí, cuando la sociedad que tiene que seleccionar a esos líderes ha dado la espalda a la realidad internacional.

Resulta sorprendente que mientras en las grandes naciones se sigue con enorme preocupación la evolución de los acontecimientos en Afganistán y Paquistán, por estos lares el conflicto se vea como algo remoto y un tanto exótico que ni nos va ni nos viene. Y eso que hay soldados españoles desplegados allí. El que Obama haya relajado la presión sobre Irán se vive con alivio, sin pararse a pensar cómo va a evolucionar la región una vez que el régimen de los ayatolás nos comunique formalmente que ha instalado con éxito una cabeza nuclear en uno de sus misiles. Sorprende, por no decir que da miedo, la ausencia de debate parlamentario sobre la situación internacional. No podemos negar que nuestras formaciones políticas están en sintonía con la inmensa mayoría, pero para quien cree en el papel de las minorías, como es el caso de un servidor, el espectáculo resulta devastador.

Charles Grant, uno de los analistas más influyentes de Europa y consejero de referencia de Tony Blair en sus días en Downing Street, acaba de publicar un análisis sobre la política exterior española que parte del reconocimiento de un hecho tan anormal como sorprendente ¿Cómo es posible que siendo España uno de los seis grandes de la Unión, manteniendo una actitud pro-europeísta, habiendo gozado de gran predicamento en los tiempos de González y Aznar sea hoy el menos influyente de todos ellos? Sin intentar resumir el texto de Grant quisiera subrayar tres argumentos:

  1. España busca estar en las Cumbres, pero no aporta nada.
  2. El presidente no siente interés por la política internacional, desconoce otras lenguas y siempre primará el interés doméstico inmediato.
  3. Hay una desconexión con el resto de las grandes naciones europeas en los temas principales: España es más antinorteamerica y menos crítica con Rusia, China, palestinos y Cuba.

Por último, el analista británico desconfía del optimismo español sobre el futuro de sus relaciones con Estados Unidos y del cambio que podría suponer una inmediata llegada de Rajoy a La Moncloa.

Comparto en lo fundamental el análisis de Grant, pero no quisiera que nos limitáramos al ámbito de las elites políticas, porque ni es justo ni cierto. En democracia la gente cuenta. Lo sorprendente no es que Zapatero actúe de forma insensata, porque no cabe prever en él otro comportamiento, sino que haya sido elegido en dos ocasiones presidente del Gobierno. España pierde posiciones en Europa porque los españoles vuelven a ensimismarse en sus cuitas de aldea al tiempo que la calidad de nuestra educación se hunde en el lodo de la mediocridad. Lo relevante es que estos hechos no son realmente un problema por la sencilla razón de que no nos preocupan.

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