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EDITORIAL

El islote catalán

Cataluña pasará del oasis al islote aislado del resto del mundo: las lenguas dejarán de ser un instrumentos de comunicación para convertirse en objetos de culto colectivo que facilitarán la división coactiva de los españoles.

Que son los individuos quienes tienen derechos y no los colectivos y que precisamente se suele dotar de prebendas a estos últimos como coartada para violar las libertades de los primeros es algo que debería quedar bastante claro con sólo repasar la historia europea del último siglo. En realidad, no habría por qué ir tan lejos, bastaría con que revisáramos someramente la historia democrática de España para darnos cuenta de que la exaltación de la identidad colectiva como base del gobierno ha engendrado los regímenes más represivos de la península.

Si bien algunas regiones españolas han experimentado una cierta migración de su población hacia las regiones más ricas en busca de mayores oportunidades, dos de las regiones más prósperas de España –Cataluña y el País Vasco– han sufrido una intenso exilio ciudadano por motivos políticos, esto es, para evitar el acoso de los poderes públicos supuestamente encargados de proteger sus libertades. El nacionalismo, la invención de un pueblo con derechos propios, autónomos y superiores a los de los individuos que supuestamente lo constituyen, ha sido la mano ejecutora de ese atentado permanente contra las libertades ciudadanas.

La educación, por supuesto, ha jugado un papel fundamental en este proceso de configuración social nacionalista. No sólo sirve para adoctrinar a las nuevas generaciones que engrosarán la cantera de votantes que apuntalará en el futuro el régimen, sino que también permite justificar desde las aulas los permanentes ataques a los derechos individuales.

Cataluña se ha situado desde los comienzos de la democracia en la vanguardia del adoctrinamiento nacionalista: sus leyes educativas han ido cercenando cada vez una mayor porción de la libertad lingüística de los catalanes. La guinda la va a proporcionar la nueva Ley de Educación, cuyo proyecto ha sido recientemente aprobado por la pertinente comisión del Parlament y apoyado por el Gobierno de España.

Bajo esta nueva normativa, se prohíbe la enseñanza en español dentro de Cataluña, es decir, se relega el aprendizaje de la lengua común de todos los españoles a una asignatura de tan sólo dos horas semanales. No es una situación novedosa que, desde luego, vaya a cambiar radicalmente la situación de agobio que sufren los catalanes que quieran estudiar en castellano, ya que la Generalitat ya venía incumpliendo las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y del Tribunal Supremo que exigían, en concordancia de la Ley de Política Lingüística de 1999, la oferta de la educación en esta lengua para la enseñanza infantil y primaria.

La nueva ley, por tanto, sirve para dar cobertura jurídica a lo que ya venía sucediendo de hecho. La Generalitat podrá violar los derechos de los catalanes de manera legal, sin tener que disimular o enfrentarse con el Supremo. Cataluña pasará del oasis al islote aislado del resto del mundo: las lenguas dejarán de ser un instrumentos de comunicación para convertirse en objetos de culto colectivo que facilitarán la división coactiva de los españoles.

Ahora bien, las democracias modernas han incorporado supuestamente mecanismos institucionales destinados a proteger los derechos ciudadanos de las arbitrariedades del Estado. En algunas naciones este control jurídico lo realizan los tribunales de manera desconcentrada mientras que en España, siguiendo el modelo alemán, lo monopoliza el Tribunal Constitucional.

Sin embargo, ¿qué ha hecho el Tribunal Constitucional ante las reiteradas y flagrantes violaciones del art. 3.1 de la Carta Magna ("El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla")? En efecto, nada. O mejor dicho, ha contribuido a aparentar una apariencia de normalidad y legalidad en una situación abiertamente inconstitucional. Tres años después de la aprobación del Estatuto de Cataluña, en cuyo desarrollo se enmarca la presente ley, el Constitucional sigue sin resolver sobre su encaje en el ordenamiento jurídico español. Como bien ha manifestado Rosa Díez, pocas veces queda tan claro que un organismo público ha faltado a sus obligaciones y que por tanto sus miembros tienen que dimitir en pleno. Al final y al cabo, como también ha denunciado Vidal-Quadras, la Generalitat está legislando amparándose en una norma que si posteriormente fuera declarada inconstitucional generaría un caos jurídico en la región.

Si este Tribunal Constitucional es incapaz de defender los derechos de los catalanes, deberá hacerlo otro. Y si el órgano es tan manifiestamente incompetente como para lograr que imperen los artículos más básicos y esenciales de nuestra Carta Magna, tal vez convenga plantearse qué utilidad cumple esta institución y cuán podridos pueden encontrarse algunos de los pilares de nuestra democracia, a saber, el buen funcionamiento de la justicia y, sobre todo, su independencia real frente al resto de poderes del Estado.

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