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Javier Moreno

La farsa del trilingüismo

Que las políticas lingüísticas deriven en la exacerbación de nuestros peores instintos no parece preocupar a nuestros progresistas, cuyos ideales e irrealizables fines siempre justifican sus nefandos y destructivos medios.

Suponemos que en Cataluña apostar por el trilingüismo es una opción razonable. Sin embargo, la noble aspiración a que los ciudadanos catalanes se expresen correctamente en catalán, inglés y español, por este orden, oculta la innoble perversión de los términos de la dictadura nacionalista. En primer lugar está el orden: podemos decir sin temor a equivocarnos que la lengua primera es la catalana, puesto que se establece claramente como lengua vehicular en la enseñanza. En las otras dos podría invertirse el orden, indistintamente en principio, puesto que se trata de lenguas consideradas ambas como extranjeras. Que se igualen es ya un claro síntoma de que se degrada al castellano. Esto es así porque no puede considerarse como extraña –sin discriminar a muchos– una lengua que hablan de forma rutinaria y natural, teniéndola por lengua primera en sus opciones diarias, que son las que cuentan, casi todos los residentes en Cataluña. Sin embargo esta igualación entre castellano e inglés encierra nuevamente un engaño. El deseo de distinguirse de "los de al lado", aparejado al deseo de desgajarse políticamente y el de manejar el lenguaje de la ciencia y de los negocios, parejo al de formar parte del mundo, les lleva suavemente a anteponer el inglés.

El lenguaje es probablemente uno de los mejores ejemplos de instinto en lo natural y de orden espontáneo en lo social. Los niños no necesitan una educación formal para aprender a hablar, y la sociedad no requiere de ningún sabio que le diga como han de hablar sus miembros (y menos en qué idioma). La RAE le sigue los pasos a los hablantes, y los psicólogos del desarrollo aprenden sobre la naturaleza humana con la naturalidad del aprendizaje de los niños.

Pero los políticos son distintos al resto de los mortales. No sólo son más infalibles que el Papa de Roma, sino también más buenos. Su religión progresista les dice que el mejor modo de igualar a todos es forzarles a caminar juntos en un determinado sentido. Todos a una, como en Fuenteovejuna. Si queremos un buen rebaño de mansas ovejas necesitamos buenos pastores y una buena vara con la que medir y administrar varapalos. La educación es una herramienta de gran trascendencia para todo aquel que cree en el progreso: para lograr una sociedad ideal de hombres libres e iguales tenemos que educar a la masa y reeducar a los desviados de la norma que nosotros imponemos.

Dentro de esta filosofía, la lengua sirve al deseable fin de establecer una clara frontera entre el grupo propio y el ajeno: levanta un muro lingüístico que impide o al menos limita notablemente la comunicación, y de paso se convierte en el vehículo ideal de transmisión de los valores de la tribu. Que al final esta clase de políticas deriven en la exacerbación de nuestros peores instintos no parece preocupar a nuestros progresistas, cuyos ideales e irrealizables fines siempre justifican sus nefandos y destructivos medios.

Como dice el lingüista Derek Bickerton:

La lengua es una buena frontera porque distingue claramente un grupo de otro (¡piense en "shibboleth"!). Es muy conveniente poder distinguir a un miembro del grupo de un no miembro (o, dentro de un grupo, enterarse rápidamente de los antecedentes de una persona, que es por lo que hay dialectos, o al menos por lo que se conservan los dialectos, incluso los socialmente despreciados).

Sabemos a día de hoy poco sobre el origen del lenguaje. Pero hay algo de lo que podemos estar seguros: este surgió para el intercambio. En la naturaleza predadores y presas no colaboran, sino que se alimentan unos de otros. Comunicar implica siempre perseguir un fin común. En una especie social como la nuestra el lenguaje surgió para echar abajo barreras, no para levantarlas. Ha habido, desde su origen, una evolución cultural y social que ha propiciado las diferencias y ha dibujado las fronteras. Con la globalización, con el verdadero progreso, dichas diferencias y dichas fronteras deberían difuminarse. Pero para que esto se logre hacen falta menos dictados políticos y más libertad para que cada ciudadano hable, diga y practique lo que le venga en gana. En Cataluña cada vez están más lejos de lograrlo.

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