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EDITORIAL

Las cuentas de sus señorías

La libertad de expresión y de difusión es una precondición vital para cualquier país que se tenga por libre. Por consiguiente, cualquier intromisión del Estado para coartarla equivale a un atentado contra el bien general.

El escándalo de las malversaciones de fondos perpetradas por varios miembros del parlamento británico destapado por el diario The Daily Telegraph no es un ejemplo más de corrupción. El asunto, acogido por la opinión pública con una mezcla de indignación y cinismo y que ha infligido un daño irreparable el primer ministro Gordon Brown, refleja la arrogancia y la vanidad en la que ha caído buena parte de la clase política de aquel país.

Entre las causas de este grave caso de degeneración destaca la progresiva desnaturalización de los miembros de la Cámara de los Comunes, cada vez menos atentos a sus electores y más dependientes de las decisiones de los órganos centrales de sus respectivos partidos. En este clima de clientelismo en el que el mérito se mide únicamente por el grado de sumisión al líder, es lógico que los diputados saquen el máximo beneficio a su paso por Westminster empleando los fondos destinados a sus gastos de representación y de atención a los votantes de sus circunscripciones en la compra de diversos artículos, en ocasiones de lujo, que nada tienen que ver con su labor política.

Sin embargo, casos como estos no deberían ocasionar una crisis de legitimidad de la democracia liberal representativa, sino más bien lo contrario. En primer lugar, el escándalo pone de manifiesto el papel fundamental que juegan los medios libres e independientes en una sociedad abierta, pues a menudo son los únicos capaces de revelar a la ciudadanía los vicios de sus políticos. Es por esto que la libertad de expresión y de difusión es una precondición vital para cualquier país que se tenga por libre. Por consiguiente, cualquier intromisión del Estado para coartarla equivale a un atentado contra el bien general.

Por otra parte, y ante la opacidad del sistema político español a la hora de publicitar los sueldos y gastos de nuestros representantes, ya sea en los parlamentos nacional y autonómicos o en los gobiernos regionales y de la nación, sería conveniente que los ciudadanos prestasen más atención a este asunto y exigieran a los partidos mayor transparencia a la hora de rendir cuentas de sus gastos.

A dos semanas de las elecciones al Parlamento Europeo, en el que prácticas intolerables como el voto delegado, que permite a los diputados dejar su voto en las comisiones en manos de cualquier empleado de su oficina, están a la orden del día, los votantes deberíamos preguntarnos por qué temas como el funcionamiento de la Cámara de Bruselas o los sueldos de sus miembros brillan por su ausencia en los mítines y debates de los candidatos y en los distintos programas electorales.

El autogobierno de los parlamentos, un antiguo principio que asegura su independencia frente a los asaltos del poder ejecutivo, no debería en ningún caso derivar en opacidad, y menos aún en indolencia, trapisonda o simple corrupción. Antes de imponer costosos gravámenes a las actividades libres y legítimas de los ciudadanos, los políticos deberían poner orden en sus cuentas. Si algo nos enseña la historia es que las crisis de la democracia no fueron ocasionadas por el pueblo, sino por sus dirigentes. La política sigue siendo ante todo una cuestión moral. Por desgracia, muchos no están a la altura de su rango.

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