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Serafín Fanjul

Ceremonias de consumo

El descenso del Betis a Segunda División provoca una airada manifestación en Sevilla de 50.000 personas (me pregunto cuántas de ellas movería un dedo para protestar por el paro o el subdesarrollo que padece nuestra querida Andalucía).

Empezaremos por confesar que este autor es discretamente aficionado al fútbol y –de modo más moderado aun–, seguidor del Real Madrid. Tampoco tendremos empacho en admitir que jamás me han interesado esos fenómenos acústicos que denominan música pop, disco, rock duro en sus diversas modalidades y algún otro anexo de los mismos accidentes sonoros. Pero no escribimos –ni ustedes leen– para hablar de mis gustos, asunto de muy escasa importancia. Más bien queremos fijarnos en sendas explosiones de masas acaecidas en los últimos dos días: noventa mil personas se juntaron en el Estadio Bernabéu para contemplar a un nuevo jugador haciendo unas corvetas con el balón, corear algún lema por el micrófono y soltar varias obviedades sobre la felicidad de su vida que, desde luego, consiste en vestir la camiseta de quien le va a cubrir el riñón hasta el fin de sus días.

En otro lugar, lejano (Los Angeles), setenta mil –o más– se congregaron para asistir al funeral de un cantante cuyo valor artístico desconozco y más bien me suena por otras peculiaridades físicas y psíquicas que lo volvieron un tanto asquerosito, pero ésa no es la cuestión: el personaje no me interesa ni para meterme con él y menos después de muerto. A los casos del Real Madrid y Michael Jackson podrían añadirse docenas contemporáneos nuestros (de otros tiempos la lista se hace infinita): el descenso del Betis a Segunda División provoca una airada manifestación en Sevilla de 50.000 personas (me pregunto cuántas de ellas movería un dedo para protestar por el paro, el subdesarrollo, la sanidad o la pésima educación que padece nuestra querida Andalucía); de la noche a la mañana, Tierno Galván, en el día de su óbito, fue investido por TVE como "el mejor alcalde que ha tenido Madrid", frase que repetían como loros los asistentes a su funeral (¿medio millón?); la capilla ardiente de Franco la visitaron trescientas mil personas, aunque esto fuera más comprensible porque, como líder político de largo dominio, tenía mayor trascendencia y legiones de partidarios –entre los que no se contaba un servidor–, pese a que ahora nadie se quiera acordar. Hay ejemplos para todos los gustos y todos los gastos.

El panem et circenses de los romanos indica que el fenómeno ni es nuevo ni estamos descubriendo nada. Y que no se salva nadie. Histeria colectiva, mimetismo, afán de participar de "la más rabiosa actualidad" ("estar en el ajo", dirían tantas abuelas). Todo eso es cierto, pero podríamos añadir alienación, vacío en la vida cotidiana, lavado de cerebro, presión de los medios de comunicación que juegan a lo mismo por intereses comerciales, frivolidad, carencia de una cultura sólida de fondo en el plano individual y colectivo. También es verdad, por mucho que nos resulte ridículo que una emisora de televisión abra su noticiero anunciando "El mundo se parará" (a la hora del funeral) y otra sentencie "El epicentro del mundo se halla en Los Angeles"... Suponiendo que redactor y locutor sepan qué es un epicentro y se les vaya la mano en la metáfora, la cosa queda requetepasadita. Y por el lado de las pasiones futboleras ya ni hablamos. Morbo, sustitución de la fe religiosa, necesidad de llenarse con algo. Pero nadie les obliga y la inducción es una explicación relativa e incompleta. No hay una justificación racional. Qué mundo.

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