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Daniel Rodríguez Herrera

Tropezón para el libro electrónico

Muchos conservamos libros que pertenecieron a nuestros padres y abuelos, y entendemos que así ha de ser con los que compremos en adelante, por mucho que sean digitales.

Las editoriales estarán de enhorabuena. Amazon, la punta de lanza del libro electrónico, la empresa que había logrado que en Estados Unidos cientos de miles de lectores se pasaran a las nuevas tecnologías en detrimento del papel, ha metido la pata hasta el corvejón. Hasta qué punto ese error frenará el desarrollo del libro electrónico es algo que sólo el tiempo podrá decir, pero de que será durante un tiempo un factor que eche para atrás a posibles conversos no tengo ninguna duda.

¿Pero qué es lo que ha hecho Amazon? Destruir el contrato, no escrito pero sí sobreentendido, que venía a decir que los libros que compramos son nuestros y nadie nos los puede quitar. Al fin y al cabo, muchos de los volúmenes que adquirimos no van destinados sólo a la lectura, sino también a ocupar un sitio en nuestras estanterías, a ser conservados, a ser releídos, a ser prestados a familiares y amigos. Muchos conservamos libros que pertenecieron a nuestros padres y abuelos, y entendemos que así ha de ser con los que compremos en adelante, por mucho que sean digitales. Un salto de fe, que diría Indiana Jones, harto complicado de dar, pues el formato electrónico ya pone muchas pegas de por sí, pues no ofrece la misma sensación de posesión que un libro físico.

De hecho, Amazon ya ponía trabas a ese cambio de mentalidad mediante la inclusión de mecanismos de protección (DRM) en los libros electrónicos que vendía, que hacía más difícil considerarlos como propios. Pero el paso que dio el pasado viernes el gigante del comercio electrónico rompe por completo ese contrato intangible. Los lectores que habían comprado, de entre todos los títulos y autores posibles, 1984 y Rebelión en la granja de George Orwell se encontraron con que los libros habían desaparecido de su lector Kindle. Sin más. Es como si alguien hubiera entrado en su casa y se los hubiera robado.

La razón no está clara. Al principio parecía ser simplemente porque la editorial había pedido su retirada de la tienda de Amazon, pero luego porque resultó que dicha editorial no tenía los derechos para su publicación digital. Motivos suficientes para dejar de venderlos, pero no para hacerlos desaparecer de los lectores electrónicos de sus clientes. Por mucho que haya devuelto el dinero, Amazon ya no podrá devolver la sensación de seguridad que hasta ahora tenían sus clientes en aquello que compraban. La empresa ha prometido no volver a cometer este error, y probablemente la gente vuelva a confiar en ellos como antes. Pero aunque suene mal, ojalá no suceda y alguien tome el relevo, aunque retrase un poco la implantación del libro electrónico.

Como argumenté hace unos meses, Kindle es un camino equivocado. La forma de enganchar a los futuros usuarios de lectores electrónicos son precios bajos y la eliminación de restricciones. Si no, se acostumbrarán a buscar ilegalmente en internet lo que no se les ofrece legalmente en las tiendas. Seguramente Amazon haya seguido esa vía para convencer a las editoriales de dar el salto del papel al mundo de los bits, pero es un salto que tendrán que dar, quieran o no, en cuanto existan dispositivos que supongan una experiencia comparable, en términos de placer de lectura, con un objeto tan antiguo y refinado a lo largo de los siglos como es el libro. Porque si no lo hacen, se encontrarán en el incómodo papel de la industria discográfica, y no creo que nadie en el mundo quiera ese destino.

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