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Charles Krauthammer

Retirada táctica de Obama

Solo habrá una forma de hacer que funcione: obligar a los 18 millones de estadounidenses entre los 18 y los 34 años de edad que pasan de tener un seguro, a menudo de forma bastante racional, a contratarlo.

Ayer, Barack Obama era Dios. Hoy, ha caído en desgracia, la magia ha desaparecido, su reforma sanitaria ha muerto. Si usted se creyó la primera estupidez –como hicieron la mitad de los principales medios de comunicación– se creerá la segunda. Pero no debería creerse ninguna.

La sabiduría popular siempre hace proyecciones lineales. Siempre se equivocan. Sí, el aura de Obama ha decrecido, debido en parte a haberse expuesto demasiado a la luz. Pero a final del año resurgirá con algo que poder llamar reforma sanitaria. Los demócratas del Congreso la aprobarán porque no les queda otra. De lo contrario, habrán herido de muerte a su propio salvador en su primer año en la administración.

Pero este proyecto de ley no tendrá mucho que ver con el que Obama propuso inicialmente. El toque de trompeta que dio comienzo a esta retirada táctica fueron las curiosas y repetidas referencias del presidente –que hizo hasta en cinco ocasiones– a una reforma del seguro sanitario durante una rueda de prensa del 22 de julio. Así pues, la reforma del sistema sanitario ha muerto. ¿La causa? Un traumatismo por objeto contundente con el que la golpearon no los republicanos, ni siquiera los demócratas más conservadores, sino los expertos en contabilidad de la Oficina Presupuestaria del Congreso.

Fueron tres golpes precisos. El 16 de junio, la Oficina Presupuestaria determinó que el proyecto de ley del Comité de Finanzas del Senado costaría 1.600 millones de dólares a lo largo de más de 10 años, provocando un primer desmayo con resultado casi fatal.

Cinco semanas más tarde, la Oficina dictó su sentencia sobre el Consejo Asesor Independiente de Medicare, la más reciente panacea del doctor Obama, traida en el último momento para salvar el plan Obamacare de la ruina financiera. Consistía en un comité de expertos médicos altamente facultados para practicar recortes en Medicare. Sin embargo, no serviría de nada, pues como mucho recortaría quizá un 0,2% del gasto. Un recorte del 0,2% no es una solución; es un chiste de mal gusto.

Pero el golpe de gracia llegó el pasado 26 de julio cuando la Oficina desconectó la respiración asistida al mito de los "futuros ejercicios fiscales" de Obama. El argumento de la administración había sido: por supuesto que el Obamacare aumentará al principio tanto el gasto como el déficit. Pero a la larga se sufragaría a sí mismo porque en las próximas décadas ese déficit descendería. La Oficina Presupuestaria del Congreso puso negro sobre blanco lo evidente: a lo largo de su segunda década de funcionamiento, el Obamacare sí produce un cambio significativo del déficit, pero al alza.

Esto es obvio, porque las proyecciones del propio Obama para su primera década de funcionamiento se basaban en cálculos de contabilidad creativa. Los nuevos impuestos que financiarían el plan sanitario comenzarán a recaudarse en el 2011, pero hasta 2015 las prestaciones que integran el programa no se habrán implementado por completo. El exceso de recaudación es, por supuesto, puntual. Hace parecer artificialmente bajas las cifras de déficit de la primera década, pero una vez se llegue a 2015, el déficit anual pasa a ser mayor y crónico.

Tres strikes de la Oficina Presupuestaria y eliminado. No obstante, la propia Casa Blanca se sumó a la naturaleza fraudulenta de este frenético e inútil ejercicio de reducción del coste del proyecto organizando una reunión de tres horas entre el director de presupuestos Peter Orszag y los ayudantes del Comité de Finanzas del Senado, tratando de encontrar formas de ahorrar. "En un momento dado", informa The Wall Street Journal, "se pusieron a mirar el código fiscal de mala gana, en busca de ideas". ¿En busca de ideas? ¿Cuándo habían pasado meses desde que el presidente anunciara que quería meter mano a la sanidad y apenas unos días antes de vencer su plazo para que el Congreso apruebe la ley? ¿Vamos a dar a esta tropa el poder de remodelar una sexta parte de la economía norteamericana?

No parece verosímil. Lo más probable es que las pocas reformas estructurales que puedan salir del Congreso antes del receso veraniego no se coman el turrón. Al final, Obama tendrá que conformarse con algo mucho más modesto. Y, de hecho, será una reforma del seguro sanitario.

Para recuperar al considerable electorado que tiene un seguro médico, se siente contento con él y se resiste enormemente a los fatales cantos de sirena del Obamacare, el presidente se limitará a imponer unas fuertes regulaciones a las compañías de seguros que les obliguen a que aquello que dan a sus clientes sea seguro, independiente del puesto de trabajo e imperecedero: nada de cancelaciones de las pólizas, nada de requisitos de salud antes de firmar y puede que hasta un límite máximo a los gastos a pagar por el asegurado.

El nirvana. ¿Pero no arruinará esto a las mutuas? Por supuesto que sí. Solo habrá una forma de hacer que funcione: imponer por ley que sea obligatorio tener un seguro. Obligar a los 18 millones de estadounidenses entre los 18 y los 34 años de edad que pasan de tener un seguro, a menudo de forma bastante racional, a contratarlo. Esto creará una enorme reserva nueva de clientes que rara vez enferman, pero que van a pagar las primas todos los meses. Y esas primas subvencionarán el nirvana sanitario de sus mayores.

¿Resultado neto? Otra enorme transferencia de riqueza de los jóvenes a los ancianos, algo que se ha convertido en una especialidad ya rutinaria para la generación del baby boom; el final del sueño de imponer una sanidad de corte europeo en Estados Unidos; y un presidente que antes de Navidad agitará su pluma, proclamará la victoria y contemplará cómo la sabiduría popular reafirma su carácter divino.

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