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Francisco Cabrillo

El mito de Edward Kennedy

Los Kennedy son ya un capítulo cerrado en la historia de los Estados Unidos, para bien del país y especialmente de su propio partido.

Es cierto que el fallecimiento de una persona suele ser el momento de los elogios y no de las críticas. Pero, sinceramente, me parece que con el último de los hermanos Kennedy se ha exagerado... y mucho. Con él se ha tratado de continuar un mito, el de la familia más ilustre de los Estados Unidos, que no resiste el paso de la historia. El fundador de la dinastía, Joseph, era un tipo impresentable por muchos motivos, tanto si nos fijamos en su persona como en su vida empresarial. El más famoso de todos los miembros del grupo, John Fitzgerald, fue un mal presidente en el poco tiempo que ejerció el cargo antes de ser asesinado; inmediatamente después lo convirtieron en una figura nacional sin parangón en el último siglo. Su hermano Robert, fiscal general del Estado, consejero y compañero habitual de las juergas y francachelas que su hermano el presidente celebraba en la Casa Blanca, fue también asesinado, contribuyendo a la leyenda. Y el último que quedaba con posibilidades de ocupar la presidencia del país era Edward.

En sus relaciones familiares se parecía a su padre y a sus hermanos. Hizo imposible la vida a su esposa, que acabó alcohólica. Pero lo más lamentable fue el conocido suceso de Chappaqiddick, que habría acabado para siempre con la carrera de un político que no fuera miembro de la familia Kennedy. Edward se comportó en él de una manera miserable. Como quedó demostrado sin lugar a dudas, y él mismo acabó confesando, tras sufrir un accidente en el que su coche cayó de un puente de madera, no hizo nada para salvar a su secretaria, que iba con él. La dejó ahogarse, mientras él nadaba en el río y no tuvo siquiera la vergüenza de pedir ayuda para tratar de salvar a la pobre chica, ya que prefirió no decir nada durante varias horas, dado que no le iba a resultar fácil explicar qué hacía en el coche aquella noche con la señorita.

Tras ver frustradas sus ambiciones a la presidencia, su actividad se centró en el Senado, donde se convirtió en una personalidad muy relevante, seguramente la más destacada del Partido Demócrata. Tras su fallecimiento se ha destacado, entre otras cosas, su capacidad para el debate, en el que –en palabras del presidente Obama–, "nunca se posicionó al lado de los grupos de poder", afirmación un tanto sorprendente ya que si algo venía intentando la familia Kennedy desde la década de 1920 era mandar y dirigir el país; ser el poder en sí misma. Se ha hablado mucho también de su capacidad para el diálogo y los acuerdos parlamentarios. Es posible; pero no siempre. He escuchado algunas de sus intervenciones en el Congreso, pero permítanme que recuerde una que seguí con mucha atención porque el tema me interesaba especialmente. Se trataba de la comparecencia del juez Clarence Thomas, propuesto en 1991 para ocupar un puesto en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

Aunque las propuestas de candidatos la realiza el presidente de los Estados Unidos –George Bush en este caso–, el Senado tiene que dar su conformidad a ellas; y esto implica, a menudo, una comparecencia muy dura ante la cámara. En el caso de Thomas fue el senador Kennedy quien realizó los ataques más fuertes al candidato. Thomas tenía dos particularidades. La primera, que era negro; y la segunda que no era "progresista" ni políticamente correcto. Thomas no cree, en efecto, que la constitución de los Estados Unidos garantice el derecho al aborto o el derecho a que dos homosexuales contraigan matrimonio. Y, más importante aún en una persona de color, es muy escéptico con respecto a los programas de discriminación positiva y a determinados sistemas de ayudas a los grupos de renta baja y a las minorías. Por el contrario, ha defendido siempre la importancia del esfuerzo personal y el trabajo como los mejores medios para salir de la pobreza, en la que él mismo, por cierto, nació y pasó su infancia. La primera de estas características podría haber significado un mayor apoyo del Partido Demócrata, y de Edward Kennedy en concreto. Pero la segunda se lo quitaba. Y la combinación de las dos era algo que un progre millonario de Boston simplemente no podía soportar. Por fortuna, las críticas de Kennedy fueron muy bien respondidas por Thomas, quien dijo claramente al senador que tal vez por haber nacido rico y haber vivido en un mundo muy distinto del suyo era incapaz de entender lo que hay que hacer para escapar de la pobreza. Dudo de que a Kennedy le gustara la respuesta. Finalmente Thomas fue confirmado por 52 votos a favor y 48 en contra, un margen extraordinariamente ajustado en la confirmación de un juez del Tribunal Supremo.

Los Kennedy son ya un capítulo cerrado en la historia de los Estados Unidos, para bien del país y especialmente de su propio partido. Y no tendría sentido dar muchas más vueltas al tema. Pero un poco más de objetividad con respecto a determinadas figuras públicas desaparecidas no vendría mal... en Estados Unidos y en todas partes.

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