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Juan Ramón Rallo

Sí había alternativa

Habría bastado con que los acreedores del sistema financiero hubiesen convertido, como mucho, el 8,5% de sus créditos en acciones para que toda la banca estadounidense hubiese evitado la quiebra sin necesidad de meter un solo dólar del contribuyente.

Un año después de la quiebra de Lehman Brothers se hace imperativo reflexionar sobre sus causas y sus consecuencias. No es un asunto baladí, porque el mayor colapso empresarial de nuestra historia dio paso, a su vez, a la mayor rapiña estatal que hayan conocido los tiempos. Se nos dijo en aquel momento, cuando las obscenas reuniones entre políticos y banqueros se extendían con sorprendente descaro por todo el orbe, que no había alternativa, que era necesario recapitalizar a la banca –a toda la banca– para evitar males mayores.

En Estados Unidos fue una mentira difícil de digerir y llegó a costarle una humillante derrota en la Cámara de Representantes a George Bush. En España coló con la habitual mansedumbre que nos caracteriza; la izquierda les regalaba carretillas de dinero a los banqueros y a sus compinches de las cajas, mientras el proletariado nacional, ése que según nuestro ínclito presidente del Gobierno no va a sufrir las consecuencias de la crisis, y la derecha, ésa que debe articular una alternativa liberal-simpática al fiasco socialdemócrata actual, se plegaban ante la "única política económica posible". Pero, ¿realmente era la única posible?

En el Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana hemos publicado un extenso análisis del derrumbe del sistema financiero internacional hace ahora un año. De él se desprende que había al menos dos alternativas al rescate del sistema financiero tras la quiebra de Lehman.

La primera, y más evidente, es no haber generado la crisis, esto es, haber eliminado todos los incentivos para que todas estas entidades se endeudaran masivamente a corto plazo con la finalidad de invertir a largo plazo. La iliquidez que arrastraban la banca, las aseguradoras y las agencias hipotecarias en su balance era de tal calibre que si acaso sorprende que no quebraran mucho antes.

Para que nos hagamos una idea, la mayoría de los bancos estaban apalancados más de 30 veces sobre su capital. Sería como si a una persona que sólo tiene en propiedad 10.000 euros, se le concediera una hipoteca de 300.000 euros. Pero el asunto era aún peor, ya que más de la mitad de ese dinero recibido a préstamo vencía a corto o a muy corto plazo; ¿se imagina que cada semana o cada día tuviera que renegociar 150.000 euros de su hipoteca? Mas los problemas no terminaban aquí: partes muy sustanciales de ese dinero se invirtieron no sólo a largo plazo, sino en activos cuyo valor estaba tremendamente inflado: como si usted hubiese utilizado los 300.000 euros para comprar un inmueble que dentro de unos años valdrá 150.000 euros.

La situación era dramática y en drama se tornó. Cuando las inversiones de Lehman comenzaron a pinchar, sus acreedores a corto plazo dejaron de renovarle los préstamos y el banco de inversión se vio obligado a echar el cierre, generando un pánico sobre el resto del sistema financiero que a punto estuvo de costarle la vida de no ser por la onerosas inyecciones estatales de dinero.

Por consiguiente, la manera más clara de haber evitado esta situación habría sido no generándola, esto es, eliminando los enormes incentivos que existen para que los bancos se endeuden a corto plazo e inviertan a largo, provocando el ciclo económico. Básicamente, como decía Alan Greenspan en sus tiempos más honestos, volver al patrón oro para evitar que los bancos centrales puedan inflar artificialmente el crédito y crear burbujas sobre todo tipo de activos.

Sin embargo, en pleno 2008 esta alternativa servía de más bien poco. La crisis estaba ahí y había que encararla de alguna manera. Los gobiernos optaron, como decía, por recapitalizar la banca para evitar que quebrara, y nos juraron que no cabía otra posibilidad. Pero mintieron.

Habría bastado con que los acreedores del sistema financiero hubiesen convertido, en el peor de los casos, el 8,5% de sus créditos en acciones para que toda –repito, toda– la banca estadounidense hubiese evitado la quiebra sin necesidad de meter un solo dólar del contribuyente. Situación bastante parecida a la española, con la salvedad de que este proceso habría implicado que los políticos renunciaran a sus chiringuitos, privatizando las cajas de ahorro.

La estrategia de convertir deuda en acciones es muy habitual en los procedimientos concursales. Aquellos acreedores que confían en la viabilidad del negocio, en lugar de liquidarlo aceptan pasar a ser sus propietarios. Lo mismo podría haberse hecho con el sistema financiero internacional: si yo hubiese prestado 100 euros por ejemplo a Citigroup, éste me debería haber devuelto 91,5 euros y los 8,5 euros restantes me los habría pagado en forma de acciones del banco; una vez evitada la quiebra, el banco habría podido volver a generar beneficios, con lo que el precio de sus acciones habría aumentado, y yo sólo tendría que haberla vendido para recuperar el monto total de mi préstamo.

De hecho, en la práctica es muy posible que hubiese hecho falta bastante menos dinero que el 8,5% de los pasivos de la banca para recapitalizarla. Al fin y al cabo, numerosos bancos llevaron a cabo importantes ampliaciones de capital que podrían haber sido incluso superiores sin la intervención pública. No en vano, por lo que ha trascendido de la reunión del 13 de octubre de 2008 entre el secretario del Tesoro, Henry Paulson, y los principales bancos de Estados Unidos, la mayoría de éstos sólo aceptó el dinero público bajo amenaza del propio Paulson. Es más, el consejero delegado de uno de los mayores bancos de Estados Unidos, Wells Fargo, no ha ahorrado críticas al plan de rescate público de la banca, por considerar que redujo enormemente el margen de maniobra de las entidades para recapitalizarse en el mercado.

Desde luego, no puede decirse que el rescate público fuera un éxito. En un momento de contracción y restricción crediticia, dio paso a la emisión de cientos de miles de millones de dólares en deuda pública, lo que redujo todavía más el crédito disponible para el sector privado. Y todo para salvar sin criterio alguno a una gran cantidad de entidades con problemas, convalidando con nuestro dinero las buenas pero también las malas inversiones que hubiesen realizado.

Los políticos justificaron sus planes de rescate en la promesa de que volvería a fluir el crédito, pero éste sólo se empantanó aún más, provocando, entre otros, el derrumbe del consumo a crédito y trasladando la crisis a la economía real. Fue este fenómeno, erróneamente asociado con una crisis de demanda, el que dio alas a los demagogos keynesianos para proponer todo tipo de programas de estímulo que sólo han hecho que lastrar la recuperación y generar un endeudamiento propio de tiempos de guerra que, siendo optimistas, terminarán pagando nuestros nietos.

La mala intervención pública inicial –las expansiones crediticias de la Reserva Federal– dieron lugar a nuevas intervenciones –rescate de la banca–, que a su vez favorecieron aún más intervenciones estales –planes de estímulo keynesianos–, a cada cual peor. Había alternativas más orientadas hacia el mercado, pero ninguna de ellas se siguió. Porque para la mayoría de los políticos, de lo que se trata en esta crisis no es de recuperarnos, sino de estrangular la libertad, incrementar su poder, gastar a manos llenas, hiperregular el mercado y entonces, sólo entonces, no entorpecer la recuperación. Pero sí, el culpable de todo esto es el sistema capitalista. Qué duda cabe.

En Libre Mercado

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