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Alberto Gómez

Paso a la autoridad

Décadas de evolucionismo aplicado a la especie humana no han servido para que los pedagogos comprendan que los niños y los jóvenes sólo están predispuestos para aprender aquello que les proporciona ventajas inmediatas de supervivencia y reproducción.

Es paradójico que hace unos cuantos años a nadie se le hubiera ocurrido conceder a los profesores el rango legal de autoridad. Durante la ominosa dictadura, algo así habría resultado absurdo, habida cuenta de que el maestro ya era una autoridad sin que fuera necesaria ninguna ley. El maestro no ocupaba un lugar de autoridad por su nombre y apellidos, sino por su función sobre los alumnos. Los niños, como aspirantes a miembros de pleno derecho de la sociedad, debían estar en manos de aquellos que ya lo eran para aprender lo que la calle no enseñaba para ser "hombres de provecho".

Pero ese tipo de jerarquías informales era figuras de un orden social que la izquierda se ha encargado de destruir. Para la izquierda, el niño es una esponja ávida de aprender. Son los métodos autoritarios de enseñanza y los estereotipos sociales los que le impiden florecer. Simplemente: rodéese al niño de actividades educativas. Lo mismo puede interesarse por perseguir ardillas que por un libro de Shakespeare o, mejor aun, por uno de Gloria Fuertes, que para el progre son lo mismo. Para la pedagogía progresista, la mejora de la enseñanza pasa por poner la sociedad patas arriba, en otras palabras, destruir lo que hay y crear una sociedad nueva donde la inocencia del buen salvaje, o sea el niño o el joven, dictará unas nuevas reglas.

Ésta es una parte más de su visión uniforme de la sociedad como un mátrix impuesto a la gente por medio de la manipulación y el miedo. Es una superestructura ideológica creada por obispos antropófagos y fascistas que se pierden en la noche de los tiempos, y mantenida por empresarios y políticos corruptos y criminales. El objetivo del progresismo es la liberación, esto es, la destrucción de ese orden a cualquier precio. Pese a ser el único movimiento puro que ha dado la humanidad, el progresismo a veces tiene que contemporizar con algún brazo de la hidra social y parasitario por razones tácticas, como hacen ahora mismo con la economía. Pero al mismo tiempo, se siente fuerte como para destruir los otros brazos, como han hecho y hacen con la educación y prácticamente todo lo demás.

Pero los niños no son esponjas culturales ni el orden social es una imposición arbitraria para provecho de una minoría. A los niños no les interesa aprender matemáticas tanto como les interesa aprenderse la lista de héroes balompédicos o las letras de Hannah Montana. Décadas de evolucionismo, que tanto dicen defender los progresistas, aplicado a la especie humana no han servido para que los pedagogos comprendan que los niños y los jóvenes sólo están predispuestos para aprender aquello que les proporciona ventajas inmediatas de supervivencia y reproducción. La naturaleza infantil y juvenil les impulsa no a aprender matemáticas, sino a correr, pelearse, formar pandillas y ver quién es el más gallito u ocurrente para medirse y ganar reputación.

Todo eso tiene todo sentido en un entorno tribal primitivo, pero no en la vida civilizada donde la tremenda y artificial esperanza de vida, la riqueza, la libertad y la paz social tiene el precio, por un lado, de dedicar, de forma antinatural, parte del presente a adquirir conocimientos para el futuro y, por otro, el respeto a unas elaboradas normas, jerarquías y símbolos que dictan qué se puede hacer en cada momento y qué no para que cada actividad rinda lo que debe.

Para eso se necesita autoridad, no sólo para obligar a los niños a esforzarse, sino para que el profesor, los padres... sean modelos dignos de ser imitados, porque un niño o un joven jamás van a emular a un modelo sin autoridad. ¿Hace falta decir por qué ahora los adolescentes imitan a los gángsters raperos y desprecian a sus padres y profesores?

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