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Tomando el nombre del Lord Keynes en vano

Keynes está siendo invocado en Washington estos días; es una pena que pocos parezcan comprender lo que él pensaba. Mario Rizzo.

El eminente economista John Maynard Keynes está teniendo su momento estos días, a medida que los productores de política económica (policy-makers) y expertos buscan respuestas a los actuales problemas económicos.

The Wall Street Journal
apodó a Keynes “The New Old Big Thing in Economics” -La vieja gran novedad en economía-. Christian Science Monitor publicó un artículo titulado “Raising Keynes: An old economist finds new rock-star status” -Keynes ascendiendo: Un viejo economista encuentra nuevo estatus de estrella de rock-. El columnista de New York Times, Paul Krugman, ha dicho que el país está en un “Momento keynesiano”.

Pero si vamos a intentar solucionar los problemas de hoy buscando inspiración en Keynes, entonces deberíamos prestar más atención a sus ideas maduras en vez de a las versiones de los libros de texto sobre lo que él dijo, algunas de las cuales reflejan el pensamiento más temprano de Keynes.

Cuando hagamos esto encontraremos que algunas de sus propuestas de política eran bastante diferentes a la sabiduría “keynesiana” de hoy. Otras propuestas eran extraordinariamente radicales y lejos de lo que se está proponiendo hoy por los legisladores tanto en la izquierda política como en la derecha.

Es verdad que en los años de la década de 1920 y principios de 1930, Keynes defendió medidas como el gasto público en infraestructuras financiado vía déficit para suavizar las recesiones. Pero tampoco era el único. Economistas académicos “ortodoxos” como Frank H. Knight, Jacob Viner, y Paul H. Douglas también defendían tales medidas, aunque con argumentos diferentes.

Así que cuando los defensores del gasto público deficitario para proyectos en obras públicas invocan a Keynes también podrían fácilmente invocar a otros economistas ortodoxos. De cualquier forma, a finales de los 30 Keynes no era un defensor de muchas de las políticas anti-cíclicas que se están defendiendo hoy. Por ejemplo, con respecto a incrementar la inversión a través de obras públicas -o lo que hoy llamamos “mejoras en infraestructuras”- la opinión de Keynes tiene muchos matices.

En primer lugar, prefería que tales inversiones fueran realizadas sin incurrir en déficit. Pero si se hacían como “gastos en préstamo” (loan expenditure) -esto es, a través de déficit en la parte del presupuesto del Gobierno asignado a gastos de largo plazo como infraestructuras- los gastos deberían ser cubiertos por un superávit en la parte del presupuesto asignado a gastos ordinarios como transferencias, o a través de un fondo especial acumulado durante tiempos de bonanza para estos mismos propósitos.

Si se incurría en déficit, las inversiones deberían ser “auto-liquidables”, es decir, deberían repagar sus costes en el largo plazo. Así, su fuerte, pero no rígida, preferencia era contra las obras públicas financiadas vía déficit.

Es importante notar que Keynes no pensaba que el gasto en obras públicas fuera muy efectivo a la hora de contrarrestar recesiones existentes o inminentes. Por lo pronto, creía que era difícil calcular el tiempo exacto correctamente; llevaría mucho tiempo planear y ejecutar los proyectos apropiados (en efecto, muchos de los proyectos no tendrían efecto hasta que el problema económico acuciante fuera la inflación y no la recesión).

No obstante, las razones fundamentales que explican su preferencia contra las obras públicas financiadas vía déficit surgen del marco teórico que construyó en su obra cumbre: La teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936).

Como han apuntado los economistas Bradley Bateman y Allan Meltzer, Keynes estaba convencido de que evitar las depresiones requería el mantenimiento de un elevado nivel de la confianza de los inversores. Pensaba que, en general y no sólo durante las depresiones, la confianza tendía a ser demasiado baja.

Esta baja confianza era debida a la incertidumbre radical generada por la especulación inherente en los mercados financieros, especialmente en la bolsa de valores. Esta especulación podía dar origen a burbujas de activos insostenibles. La siempre presente amenaza de tal actividad especulativa genera inestabilidad en las expectativas de la rentabilidad de las inversiones. Como resultado, el gasto en inversión fluctuará impredeciblemente. Esto a su vez crea mayor inestabilidad en las expectativas de los inversores.

La clave, la confianza

Desde el punto de vista de Keynes, la incertidumbre financiera generada por tal especulación era una carga social innecesaria. Tendía a mantener los tipos de interés de largo plazo por encima del nivel que llevaría al pleno empleo. La tarea de la buena gestión económica es reducir la carga de incertidumbre y rebajar los tipos de interés de largo plazo a través de una especie de “socialización de la inversión”.

El Estado, de una u otra forma (Keynes no es totalmente claro en esto) debería llevar a cabo grandes inversiones sin pensar en ganancias o ventajas especulativas. La rentabilidad social de largo plazo sobre el capital debería ser su única guía. Y se debería hacer esto de manera fiable, como parte de un plan bien pensado y diseñado, y permanentemente. La estabilización se consigue no mediante políticas temporales y discrecionales, sino mediante cambios permanentes. El estímulo viene después de la estabilidad, no al revés.

Contraste estas opiniones con lo que está sucediendo hoy. Los problemas financieros y económicos de este momento han producido una respuesta caótica e impredecible de los policy-makers. Sin embargo, Keynes rechazaba un batiburrillo de medidas reactivas.

Ahora bien, es verdad que la dirección del capital por parte del Gobierno es algo que Keynes defendió. Pero la actual dirección gubernamental del capital está siendo conducida de una forma que va en contra de las justificaciones subyacentes de Keynes para tal intervención del estado.

Por ejemplo, el estímulo de la inversión ha sido completamente ad hoc. El Tesoro y la Reserva Federal han inyectado capital en algunas compañías, pero no en otras. En el caso de las empresas financieras, las razones han sido el promover la liquidez o evitar la insolvencia, o ambas.

El Gobierno ha tomado acción para dirigir el capital hacia la problemática industria automovilística. La Reserva Federal y el Tesoro están comprando títulos respaldados por hipotecas (mortgage backed-securities, MBS), haciendo así que el crédito esté más disponible para el sector de la vivienda. Los negocios de la construcción esperan una ingente infusión de capital bajo la rúbrica de gasto en “infraestructuras”. Y en estos meses una enorme lista de otras industrias ha sido aprobada para recibir estímulo temporal por la administración Obama.

Es difícil imaginar que Keynes se mostrara entusiasta sobre estas políticas temporales y discrecionales dado su diagnóstico del problema fundamental.

Keynes rechazaba el estímulo inmediato

El registro histórico puede ser de ayuda aquí. Keynes se opuso a un estímulo inmediato y de corto plazo en 1937 cuando la tasa de desempleo en Gran Bretaña era del 11% -más alta de la que estamos experimentando hoy-.

Además, se opuso a reducciones temporales en las tasas de interés de corto plazo porque creía que la variabilidad de los tipos de interés enviaba el mensaje de largo plazo erróneo. Tal y como argumentó en How to Avoid a Slump (Cómo evitar una depresión), un artículo en el periódico Times de Londres, “una tasa de interés de corto plazo suficientemente baja no se puede conseguir si permitimos que se piense que en ocasiones se podrán obtener mejores condiciones para aquellos que mantengan sus recursos líquidos”.

En segundo lugar, en la medida en que las políticas de estímulo afecten a la inversión, ¿producen una asignación del capital sostenible en el largo plazo? La estabilidad de la inversión es la clave. En opinión de Keynes, el Estado no debería imitar la naturaleza errática de la inversión privada. Si lo hace, generará el mismo tipo de incertidumbre a la que los inversores se enfrentan cuando los individuos privados llevan a cabo la dirección de la inversión.

En lugar de hacer conjeturas sobre lo que los inversores harán, los individuos tendrán que adivinar lo próximo que hará el gobierno. ¿Dirigirá el estado el capital aquí o allá? ¿Cuánto será dirigido? ¿Reducirá el estado los gastos si la economía se acelerara? ¿Por cuánto? Además, será improbable que los empresarios que no están en los sectores directamente estimulados hagan inversiones sustanciales sobre la base de un apoyo temporal de la demanda.

La reforma más radical de Keynes -la socialización de la inversión- está ahora ante nosotros, ya que el Gobierno ha emergido como inversor mayoritario de compañías financieras. Pero esta socialización es una medida “de emergencia” y “temporal”, y así rompe con el fundamento de Keynes de la permanencia y la estabilidad.

Hoy nos enfrentamos con algunas preguntas fundamentales respecto a las políticas: ¿Estamos preparados para aceptar una alteración permanente en las fuentes de la inversión? ¿Queremos políticas que inyectarán capital en las entidades financieras “ahora y para siempre”, siempre que se vean en problemas? ¿Queremos que el gobierno determine las principales industrias en las que el capital debería fluir?

¿Queremos la solución real de Keynes?

No estoy abogando por que sigamos el enfoque de Keynes para la gestión de la economía. Pero vale la pena destacar cuánto se está haciendo en nombre de Keynes que no tiene nada que ver con lo que él enseñó o pensó. Este afamado economista puede ser lo más de moda que exista, pero seguramente estará revolcándose en su tumba.

Artículo elaborado por Mario Rizzo, profesor de economía y Director del Programa sobre los Fundamentos de la Economía de Mercado en la New York University, y publicado originalmente en The American. The Journal of the American Enterprise Institute.

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