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Juan Morote

Fronteras peligrosas

Me hastía ver cómo, salvo raras excepciones, los políticos ven a los ciudadanos como los sujetos que les pagamos el juego, los contribuyentes necesarios para que el tren en cuya máquina van subidos circule.

No pretendo hablar de ninguna película de espías, ni siquiera de los extremos de las praderas de la conquista del Oeste, ni de Wounded Knee. Me preocupa en gran medida qué ocurre cuando se vulneran garantías constitucionales en la instrucción de un procedimiento. Ya sé que cuando esto sucede se produce la nulidad de todas las actuaciones que traen causa de aquella ilegalidad.

Si bien, desde el punto de vista procesal esto no representa ningún problema, sí lo plantea y muy grave en el plano político. La sociedad española en general, y la de algunos de sus territorios periféricos en particular, anestesiados por una adecuada propaganda desde el poder, hace años que hicieron dejación de su capacidad de exigir responsabilidades a sus representantes políticos; este abandono provocó una confusión de planos de responsabilidad. A saber, se confió toda la exigencia de responsabilidad a la que pudieran determinar los jueces y tribunales. Sin embargo, no es lo mismo la responsabilidad política que la responsabilidad penal. Tratándose de asuntos que atañen a la gestión pública, la responsabilidad política es una condición necesaria pero no suficiente de la penal; en cambio, la segunda presupone de manera necesaria la primera.

Este apaño de diferir la asunción de responsabilidades políticas a la sentencia por parte de un tribunal, constituye de facto un tremendo engaño para todos los ciudadanos, y una perversión del sistema. Los cargos electos no pueden, a diferencia del resto de ciudadanos, tener limitada su responsabilidad a la faceta penal de la misma. La presunción de inocencia procesal no debe eximir al político de su obligación ineludible de asumir la responsabilidad política que se derive de su acción. Aceptar lo contrario, es decir, prescindir del concepto de responsabilidad política, equivaldría a decir que ningún político tendría que responder por ninguna de sus acciones que no esté tipificada como delito en el Código Penal. Dada mi condición de ciudadano, que sostiene a la casta política con sus impuestos, me siento profundamente engañado.

¿No debe haber responsabilidad por haber permitido a sujetos de la calaña de Correa o Álvaro Pérez, junto a todos sus adláteres y satélites, campar por los distintos lares de España como si fuesen su cortijo? Me indigna que se esté centrando el tema en la vulneración del derecho a la defensa. Entiendo, que de haberse producido, y parece evidente que así ha sido, debería declararse la nulidad de todo lo instruido por Garzón y, en consecuencia, levantar la espada de Damocles penal que pende sobre las cabezas de algunos altos cargos populares. Aunque confío en que así sea, quedará pendiente saldar la cuenta de la responsabilidad política.

Me hastía ver cómo, salvo raras excepciones, los políticos ven a los ciudadanos como los sujetos que les pagamos el juego, los contribuyentes necesarios para que el tren en cuya máquina van subidos circule. Así, los políticos de todos los partidos juegan a limitar sus responsabilidades al plano penal, hurtando a los ciudadanos el verdadero protagonismo de la vida política. Han prostituido la relación entre los servidores públicos y aquellos a quienes están llamados a servir, transformándola en una relación entre Bhramines y Sudras, en el mejor de los casos. Tratemos de impedir que se cruce esa frontera, o los ciudadanos acabaremos como los Sioux en Wounded Knee.

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