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¿Se salva la democracia con el acuerdo de Honduras?

El chavismo, antes despreciado por los hondureños, tiene ahora silla obligada en la mesa de negociaciones; una mesa en donde todas las demás fuerzas políticas están obligadas a abrirle una participación que nunca llegó a tener.

Decía un famoso general que al final de una batalla no era cuestión de ponerse a contar las bajas para evaluar el resultado, sino de correr a la iglesia más cercana a encargar un Te Deum como signo inequívoco de victoria. A Hugo Chávez, no nos quepa duda, le veremos poner en práctica tan sofístico consejo a propósito del acuerdo alcanzado en Honduras, pero después de todo tendrá razón de hacerlo. Veamos si no.

Antes del conflicto que estalló en junio pasado, Manuel Zelaya consumía los últimos meses de su gobierno como uno de los líderes con menor índice de popularidad de América Latina, cubierto por la sombra de la corrupción, salido de la clase terrateniente y puesto tardía y oportunistamente bajo la tutela de Chávez.

Por consejo de éste, y sabiendo que no contaba siquiera con el apoyo de los cuadros del Estado ocupados por su propio partido, y tampoco con el de las Fuerzas Armadas, decidió echar a todos un pulso (violento) que acabó sacándolo (violentamente) del poder.

Según se vio de inmediato, y en razón de aquel escaso favor que se dijo antes, el pueblo no se dio a la tarea de revolucionar el país para devolverlo al gobierno, por más que Venezuela puso en movimiento todos los agitadores a sueldo de que se sirve para estas ocasiones.

En el escepticismo desencantado de sus ciudadanos, Honduras mostró muy poca disposición al enfrentamiento, pero al leer su propio nombre en los titulares de la prensa internacional hete ahí que se encontraba protagonista y escenario de la gran liza por la democracia en el mundo, donde los defensores de los gobiernos legítimamente electos se ponían todos bajo el estandarte de Zelaya y seguían a Chávez como paladín de la causa.

Desde el primer minuto Chávez logró este golpe de efecto con una rutilante operación diplomática (que contaba con la sumisión absoluta del Secretario General de la OEA), a cuya zaga cayeron los medios de comunicación y la opinión pública: todos los demócratas cerraron filas frente a los “gorilas”. Esa estrategia ha dado fruto: de los arreglos de la diplomacia internacional ha resultado ahora un país partido por la mitad, cuando esta división, sin presencia de conflicto civil, no se produjo verdaderamente en la sociedad.

El chavismo, antes despreciado por los hondureños, tiene ahora silla obligada en la mesa de negociaciones; una mesa en donde todas las demás fuerzas políticas e institucionales han de obligarse a no avasallarlo, a dejarle espacio, a abrirle una participación que nunca llegó a tener por la pura fuerza de su atractivo político. Y muy bonito sería todo eso del diálogo y el consenso si no fuera por un nimio detalle: que el chavismo no es una fuerza democrática, sino una estrategia de asalto y ocupación totalitaria del poder.

¿No es de risa que toda esta cruzada por el respeto al presidente electo la haya acaudillado un hombre que saltó a la fama ametrallando el palacio presidencial de su país? ¿Es acaso que Chávez, llegado al poder por las urnas, se ha arrepentido de aquella acción? No sólo no es eso: ha declarado fiesta nacional el 4 de febrero, aniversario de su intentona golpista y magnicida. Lo que pasa es que el “socialismo del siglo XXI” tiene una única ley: todo lo que él haga es intrínsecamente justo, aun si es lo mismo que en otros le parece una monstruosidad.

Por eso la mayor arma de este régimen no es la fuerza, como suele pensarse, sino la tergiversación (lograda, por supuesto, a golpe de petrodólares). Y ahora puede esperar el mundo a ver en Honduras una exhibición prodigiosa de este mefistofélico recurso.

Al comenzar el conflicto hondureño recordé aquí que en Venezuela, en 2002, Chávez fue expulsado del poder en condiciones que a otro líder cualquiera le habrían valido banquillo en La Haya y oprobio universal: con sus acólitos disparando contra el pueblo lanzado a la calle y silenciando todo eso mediante la censura de las televisoras.

Tres días después, los mismos militares que en virtud de esos hechos lo habían desconocido decidieron restituirlo, por razones que no aún no se conocen (lo cierto es que algunos recibieron premios y nombramientos muy significativos por ello).

Al encontrárselo de vuelta, los ciudadanos quedaron tan desconcertados como para atribuirlo al errático comportamiento político de los líderes que mientras tanto asumieron el poder (a los que les dio la champaña por empezar a abolir disposiciones constitucionales a fuerza de decreto, y así por ejemplo le devolvieron al país, desde el despacho presidencial, su nombre original de República de Venezuela, suprimiendo el adjetivo “Bolivariana”).

Este fatalismo de tener que sufrir a Chávez por la sola ineptitud de las alternativas que se ofrecían vino acompañado de una imagen contrita del déspota, que agarrado a un crucifijo prometía por la televisión un programa de reconciliación nacional y llamaba a sus adversarios a abrazarse con él en ánimo fraterno. Entre todos los artículos de opinión de entonces, que hablaban ingenuamente de la “necesidad de reeducar al presidente”, recuerdo la carta de un lector a la redacción de Tal Cual, el periódico de T. Petkoff, y que llevaba por título: “Ahora sí nos jodimos”. Fue profeta.

Días después Chávez emprendía la persecución de todos sus adversarios políticos, provocaba el destierro de los que participaron en el efímero gobierno de facto, expurgaba las Fuerzas Armadas y dotaba de recursos millonarios una violenta corte de los milagros que debía monopolizar la vox populi. Hecho todo esto, ha quedado definido como dogma de fe (y véase si no el “Credo chavista” que este mismo medio ha transcrito recientemente) que el héroe bolivariano fue derrocado por una conspiración entre los oligarcas criollos, la CIA y el gobierno de Aznar, y que fue el pueblo en aclamación quien lo hizo “resucitar al tercer día”.

A los pistoleros que dispararon contra la marcha popular se les levantó un monumento por defender la revolución, y sobre los medios que fueron censurados cayó la acusación de golpistas y cómplices del Imperio por haber transmitido lo que buenamente pudieron.

¿Cómo encajará ahora el chavismo el acuerdo de Honduras, en el que ha tenido una figuración tan importante el gobierno de Barack Obama? Pues con este único criterio: todo lo que de allí resulte en beneficio chavista (y no ya de Zelaya, cuyo protagonismo dependerá del reacomodo de fuerzas) se entenderá como voluntad genuina del pueblo soberano, vencedor espontáneo del golpismo militar que quiso acabar con la democracia hondureña; todo lo que suponga un límite y una restricción para las intenciones del “socialismo del siglo XXI” será en cambio una imposición ilegítima del intervencionismo yanqui, y en consecuencia un argumento para llamar a la subversión y al caos en nombre de la dignidad latinoamericana.

Xavier Reyes Matheus. Director Académico de RANGEL (Redes para la Acción de Nuevos Grupos de Estudios Latinoamericanos).

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