La inflación en el número de atentados suicidas en Pakistán, que en tan sólo tres semanas de octubre mataba a más de 200 personas, obliga a aproximarnos a los entresijos de esta sanguinaria ofensiva. Cuando el 28 de octubre Clinton llegaba a Pakistán era recibida por uno de los más mortíferos atentados suicidas de los últimos tiempos: 91 personas morían en un atentado suicida producido en un bazar de Peshawar, la castigada capital de la Provincia Fronteriza del Noroeste. El atentado de Peshawar elevaba de golpe el número de muertos en atentados en octubre a más de 300. Aunque muchos de ellos no son reivindicados, la autoría de la inmensa mayoría de los mismos es del Movimiento Talibán de Pakistán (Tehrik-i-Taliban Pakistan). No obstante, no falta quien alude a una "supuesta mano extranjera" –en clara alusión a India– porque a pesar de todo lo sufrido hasta ahora, las inercias del pasado aún impiden a muchos enfrentarse de una vez por todas a la dura realidad de la enorme radicalización islamista que gangrena el país.
El Movimiento Talibán de Pakistán, apoyado en sólidos vínculos tribales, perdió a su carismático líder Baitullah Mehsud el pasado agosto y está siendo duramente reprimido en su feudo de Waziristán del Sur por una fuerte ofensiva militar que iniciada el 17 de octubre. El 24 de octubre se tomaba Kotkai, el primer enclave talibán en la provincia que caía en manos del Ejército: era simbólicamente importante por ser la ciudad natal de Hakimullah Mehsud –sucesor de Baitullah al frente del Movimiento– y de su lugarteniente Qari Hussain, conocido como "el mentor de los suicidas". En la ofensiva, el ejército, con 30.000 efectivos, sigue logrando conquistas: el 2 de noviembre tomaba Kaniguram. Pero está por ver la eficacia real de esta operación teniendo además en cuenta que aunque la provincia es el feudo de los talibán pakistaníes, éstos están ya plenamente repartidos por todo el país y en particular por las ciudades, a juzgar por los atentados que se vienen produciendo.
Los ataques suicidas constituyen una terrible realidad en Pakistán desde años atrás. El último de ellos se producía el 2 de noviembre en una céntrica calle de la ciudad que es sede del Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, Rawalpindi: 35 personas muertas y 60 heridas. La ofensiva terrorista actual es de tal envergadura que ha llevado a que las autoridades ofrezcan recompensas de hasta cinco millones de dólares a quienes den información que permita capturar a una docena de líderes talibán, con Hakimullah Mehsud a la cabeza. Junto a esta medida las autoridades proceden con cada vez más ahínco a detener a ciudadanos afganos –muchos de ellos refugiados en Pakistán aunque ya queda lejos la época en la que había hasta cuatro millones en su suelo– y el 21 de octubre se informaba que de los 673 detenidos en operaciones antiterroristas, 600 eran afganos.
Finalmente, los susodichos ataques, junto con la ofensiva militar en las FATA –Áreas Tribales Administradas Federalmente, entre las que se incluye Waziristán del Sur–, han llevado a la ONU a ordenar a todo el personal extranjero a evacuar la zona. Esto implica que cada vez van a quedar menos testigos foráneos de lo que vaya a ocurrir en estas regiones –también la del Noroeste– en las próximas semanas. La ONU lleva sufriendo continuados ataques, al igual que le sucede en Somalia, país también azotado por el yihadismo salafista y donde cada vez quedan menos testigos extranjeros que adviertan al mundo de la ofensiva armada islamista. Como en el país africano uno de los objetivos fáciles para los terroristas ha venido siendo el utilísimo e imprescindible Programa Mundial de Alimentos (PMA), que en el caso pakistaní era atacado por última vez el 5 de octubre, cuando un suicida mataba a cinco de sus empleados en Islamabad. Como puede verse, el terrorismo afecta a todos: pakistaníes de a pie, policías, funcionarios, organismos internacionales. Ahora es en Pakistán donde toca vencerle.