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Cristina Losada

La profecía incumplida

El "nosotros también tuvimos Muro" de Zapatero no es el mero balbuceo de la ignorancia. Revela un conocido y compulsivo afán: relativizar, mediante la equivalencia moral, el horror causado por la idea comunista.

El 9 de noviembre de 1989, la crítica situación de Alemania oriental no figuraba en el orden del día de los dirigentes de la Unión Soviética. A Gorbachov y sus camaradas les preocupaban mucho más los problemas internos. Veinte años después, la caída del Muro y el fulminante hundimiento del comunismo, tampoco están, en realidad, en nuestra agenda. Bastantes enredos tenemos como para ocuparnos de un acontecimiento histórico. He ahí un error. Considerar que aquello pasó y hoy sólo es carne de reportaje. Resulta difícil traer al presente el enorme poder que tuvo el comunismo. Y no donde era doctrina del Estado, que allí no albergaban ilusiones, sino donde no lo era. Hablo de su poder sobre las conciencias. Incluso cuando la luz del Kremlin había declinado y el paraíso andaba de mudanza constante. Incluso ahora.

Los fieles del comunismo componen una nota marginal y folklórica. Sin embargo, cuántos siguen juzgando aquella ideología no por sus resultados, sino por sus intenciones. Y cuántos permanecen aferrados a algún salvavidas similar al que lanzó en su día el filósofo marxista George Lukacs: "Aún el peor socialismo es preferible al mejor capitalismo". El anti-comunismo todavía es anatema en nuestra izquierda. La efeméride berlinesa se reduce, así, a la demolición de una tapia que separaba a los alemanes o a la señal del fin de la Guerra Fría. Nada le pasó al comunismo, pues, como se ocuparon de redefinir tras su colapso, no era tal lo que había en la URSS y sus satélites. Desde el diario El País advierten que el mal no radicaba en la búsqueda de la "justicia social", sino en los medios empleados. ¡Justicia social! Cómo se hubieran tronchado Lenin, Stalin, Ceaucescu o Pol Pot de haber visto expresados sus propósitos con un concepto tan próximo a la doctrina social católica.

Nadie predijo la rápida caída del imperio comunista, pero hay que recordar cuál era la profecía que venían actualizando varias generaciones de intelectuales desde el confort de la democracia: la debacle del capitalismo. Qué terrible disgusto que ocurriera lo imprevisto. Pasado el sofoco, eludidas las lecciones, entregados a los subterfugios, regresa la profecía incumplida al imaginario ya no progresista, sino progre. La miseria, la injusticia y las masacres impiden absolver al comunismo, pero, ah, nada de eso vindica al liberalismo, sino todo lo contrario. Aún hay, sin embargo, cogitaciones más sonrojantes. Zapatero, de visita en Polonia, equipara el comunismo a la dictadura de Franco. Su "nosotros también tuvimos Muro" no es el mero balbuceo de la ignorancia. Muestra algo más que la descomposición intelectual de la izquierda postcomunista. Revela un conocido y compulsivo afán: relativizar, mediante la equivalencia moral, el horror causado por la idea comunista. Por la utopía, en fin, de una sociedad perfecta. 

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