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Ignacio Moncada

El Muro

Lo que nos ha enseñado la Historia es que es una grave equivocación pensar que hay que situarse en un punto medio entre la libertad y el intervencionismo, ya que uno trae un sistema próspero y el otro incentiva la aparición de las peores dictaduras.

Contaba Ronald Reagan que Gorbachov se estuvo riendo cuando le contó un chiste que circulaba entre los propios rusos. En él, un americano le decía a un ruso que lo bueno de Estados Unidos era que un ciudadano de a pie podía ser recibido en la Casa Blanca, dar un puñetazo sobre la mesa del presidente, y decir: "Señor presidente, no estoy en absoluto de acuerdo con la forma en la que está llevando este país". El ruso respondió que en la URSS también se podía hacer eso. Un campesino podía entrar en el despacho del secretario general del partido, golpear su mesa y decir: "No estoy en absoluto de acuerdo con la forma en la que el presidente Reagan está llevando su país".

Probablemente, detrás de las risas de Gorbachov se escondía la certeza de que lo dirigía eran las ruinas de un sistema colapsado. Su gestión había incluido una tímida apertura para desahogar la presión que, como en una olla exprés, amenazaba con hacer estallar la Unión Soviética. Pero esa política no actuó como una válvula de presión, sino como una grieta en una presa; aunque en apariencia pequeña, no fue capaz de soportar el derrumbe de una sociedad que había colapsado desde su nacimiento. Ese muro de contención que estalló en mil pedazos, liberando una riada de miseria a los ojos del mundo entero, se encontraba en Berlín, y ahora, veinte años después, celebramos su caída.

A veces la Historia ha creado experimentos reales que parecen diseñados en un laboratorio científico. El Muro de Berlín fue uno de ellos. Dividió en dos un mismo país, una misma población que partía de las mismas condiciones. A una parte se le aplicó un sistema basado en la libertad económica, y a la otra las reglas del socialismo. Cuatro décadas después, el Muro cayó poniendo fin a ese experimento, y el resultado que arrojó dio por zanjados ríos de tinta que alababan, sin fundamento, las hipotéticas bondades del socialismo.

Dice el semanal británico The Economist que con la caída del Muro se ha certificado que la libertad de precios y de tipos de cambio, la libertad en el mercado laboral, y la privatización de los bienes productivos, han sido un éxito colosal. Que el incentivo del beneficio, aunque parezca un concepto poco atractivo para muchos, pone a disposición de la sociedad los talentos ocultos de millones de emprendedores, bañando de prosperidad las naciones donde esto se permite. Eran los habitantes de Alemania Oriental los que pretendían saltar el Muro, y no al revés. El Berlín socialista seguía devastado y sus ciudadanos estaban sumidos en la miseria, mientras al otro lado de esta pared fronteriza, en la misma ciudad, los berlineses vivían en una de las mayores potencias económicas del mundo.

Como explicó Hayek, no fue necesariamente la dictadura política la que trajo la pobreza económica, sino que a menudo es el intervencionismo económico el que obliga a establecer un sistema sin libertad. Si es el Estado el que debe planificar y organizar la producción económica, lo primero que tiene que hacer es prohibir que los individuos puedan decidir por su cuenta. Y la única manera es cortando las alas de la libertad de los ciudadanos, con actos como los que han sido tantas veces descritos y, a menudo, tristemente defendidos.

El editorial del domingo de El País afirmaba que Europa ha vivido bajo dos extremos económicos utópicos, y sugiere situarse en un punto medio, tras concluir que "el mayor error que podría cometerse sería considerar que la equivocación radicaba en la búsqueda de justicia social, no en la monstruosa respuesta que ofreció ese experimento". Lo que nos ha enseñado la Historia es que es una grave equivocación pensar que hay que situarse en un punto medio entre la libertad y el intervencionismo, ya que uno trae un sistema próspero y el otro incentiva la aparición de las peores dictaduras. Pero además, veinte años después de la caída del Muro de Berlín, ha quedado patente que la única sociedad justa es la que vive en un sistema basado en la libertad individual, en la que las decisiones económicas no las toma el gobierno, sino los ciudadanos libres.

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