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Javier Moreno

20 años no es nada

Han pasado 20 años desde que ese símbolo de la esclavitud socialista cayó e hizo caer con él el telón de acero de la gran farsa soviética.

Los habitantes de la que se conoce como la primera ciudad, Jericó, levantaron unas imponentes murallas para protegerse de los invasores. Estas resistieron cientos de años, hasta que, según la Biblia, el pueblo elegido las derribó haciendo sonar, al mandato de Yahvé, unas atronadoras trompetas.

Sea total o parcialmente cierta esta historia, y sea o no Jericó la primera ciudad, cabe imaginar que los primeros asentamientos importantes tuvieron que rodearse de murallas y mantener a algunos de sus habitantes ocupados en la vigilancia, desde torres estratégicamente colocadas a lo largo del perímetro amurallado. La finalidad obvia sería impedir que otros pueblos, los de pastores nómadas, se apoderasen de la riqueza –fundamentalmente agraria– que se había acumulado en la ciudad.

Desde las primeras ciudades hasta los grandes imperios, como el romano o el chino, las murallas representaban una barrera de contención de potenciales invasores, bárbaros venidos de lejanas o cercanas estepas estériles y de unas culturas guerreras con un muy escaso desarrollo de la Civilización (es decir, tal como dice la raíz latina de la propia palabra, "de la ciudad").

Tras caer el Imperio Romano llegó la época oscura del feudalismo, y los feudos, que le dieron nombre, eran lugares cerrados, pequeños centros de poder, muchos de ellos amurallados (al menos el castillo del noble que los gobernaba). Surgió la figura del siervo de la gleba, que no era otra cosa que un campesino sin muchas posibilidades de promoción más allá del terruño en el que servía a su señor.   

Después surgieron nuevas ciudades comerciales, que desafiaron a los feudos, y andado el tiempo los Estados-nación, cuyas más amplias fronteras se delimitaron con equilibrios de fuerza y pactos temporales.

Las murallas han servido durante nuestra historia para proteger los bienes y la seguridad física de quienes los poseen. En la Edad Media, como vemos, también protegían a los señores y a sus privilegios obtenidos por guerras o herencias, y el pueblo llano contaba poco. Pero hasta la llegada del siglo XX, tras más de un siglo de revolución industrial, que había multiplicado los panes y los peces, haciendo a cualquier hombre corriente más rico que a un viejo señor feudal, no se había levantado un muro para encerrar a todo un pueblo, precisamente en nombre del pueblo. Un muro de prisión enormemente ambicioso, que servía para contener no a quienes querían entrar por la fuerza donde había riquezas y un mejor nivel de vida, sino a quienes querían huir desesperadamente de la miseria y la opresión. Un muro que bien pudiera haberse construido con los cadáveres de quienes quisieron traspasarlo.

Han pasado 20 años desde que ese símbolo de la esclavitud socialista cayó e hizo caer con él el telón de acero de la gran farsa soviética. Para quienes traspasaron la frontera entonces recién abiertas en canal comenzaba una etapa nueva. La caída de este muro representaba justo lo contrario de la de todos los muros que lo precedieron: la libertad de quienes estaban rodeados por ellos.   

En Berlín, en Alemania y en el mundo se celebra estos días el aniversario de aquella estrepitosa y vivificante caída. Muchos que entonces estaban obnubilados con las eternas promesas del socialismo se desengañaron. La gran mayoría comenzó a preguntarse qué es lo que había fallado en el Muro. ¿Acaso habían usado para el mismo defectuosos materiales de construcción? ¿Era demasiado bajo, demasiado estrecho? ¿Tenía demasiados pasos? Sin duda llegará el día en el que se construya el Muro perfecto, la sociedad sin clases, un mundo feliz. Como decía Gardel, en volver, 20 años son nada. ¿Por qué no volver a intentarlo?

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