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David Jiménez Torres

Obama contra la Historia

La Historia es el muro contra el que se suelen estampar los mesianismos. Obama es ahora menos un Roosevelt y más aquel Stephen Dedalus de Joyce que gritaba: "La Historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar".

Obama es histórico. Lo entendemos, lo sabemos; al menos, nos lo repiten unas cincuenta veces en cada artículo que se publica sobre su persona y sobre su gestión. No es sólo que sea el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos; eso a estas alturas ya es casi una anécdota. Cada discurso suyo, cada ley aprobada, cada votación salvada en el Congreso, su misma existencia, son "históricos". Y lo que nos repiten una y otra vez, lo acabamos sabiendo.

¿Qué quiere decir ese vocablo que ya es casi sinónimo del presidente de Estados Uidos? Los periodistas lo tratan sin matices, otorgándole un sentido absoluto. Algo redundante, porque todo lo que hacemos, en un sentido absoluto, pasa a formar parte de la Historia. El discurso de Obama en El Cairo, por poner un ejemplo, entra tanto en el tejido del que el pasado extrae el presente como el cortado que me tomé antes de ponerme a escribir este artículo. Siendo menos puntillosos, podemos suponer que "histórico" quiere decir que irá a parar no a la Historia sino a su disco duro, en forma de libros, monografías, biografías y otras fuentes de memoria histórica. Pero también en este sentido el vocablo se vuelve un poco absurdo, porque se debería sobreentender que cada decisión que toma un presidente de los Estados Unidos irá a parar a los libros de Historia; si no las del hombre más poderoso del mundo, me dirán las de quién.

Abandonando, pues, el ejercicio inútil de cuestionar los lugares comunes de nuestro discurso social, deberíamos preguntarnos qué creen los periodistas que están diciendo cuando fijan el término "histórico" a la idea de Obama. Suponemos que se refieren a una predisposición al cambio: al paradójico proceso de entrar en la Historia a base de llevarle la contraria, de ir contra sus corrientes y sus herencias. Y en este sentido no andan muy desencaminados: es verdad que Obama y los que le apoyan y también muchos de los que le votaron piensan que la historia fundamental de Estados Unidos debe cambiar. Por ejemplo, eligiendo a un presidente negro para poner fin a trescientos años de discriminación; por ejemplo, invirtiendo todas las posiciones de Bush; por ejemplo, creando un sistema de seguridad social que ayude a imponer, de una vez por todas, el Estado de Bienestar.

Pero el entusiasmo de Obama y los suyos por cargarse la Historia se ha visto atemperado en los últimos meses por la férrea oposición que se ha encontrado su esfuerzo de reforma sanitaria. Porque ellos, que tanto se prodigaron en historicismos durante la campaña electoral, nombrando primero a Obama el nuevo Kennedy, luego el nuevo Lincoln y finalmente el nuevo Roosevelt (cuando no una fusión de los tres), se encuentran ahora con que la Historia que tanto deseaban cambiar es mucho más fuerte de lo que pensaban. No luchan contra la Historia fácil y maniquea de lo que ya ha sido aceptado como verdad, sino contra la Historia insepulta de los fantasmas: el de Clinton, que se estrelló contra el escollo de la reforma sanitaria y perdió por ello su mayoría en el Congreso; y el de Carter, al que los votantes echaron tras una sola legislatura.

Y es que la Historia es el muro contra el que se suelen estampar los mesianismos. Obama es ahora menos un Roosevelt y más aquel Stephen Dedalus de Joyce que gritaba: "La Historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar".

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